Alfonso Sanz Alduán - 364 días con coches

 

20 de septiembre de 2002

 

El día sin coches, que se celebra el próximo domingo 22 de septiembre en toda Europa, pretende y debe ser una jornada de reflexión sobre los otros 364 días del año de dependencia respecto al automóvil; una jornada para la revisión de la manera en que, a través del coche, estamos conformando nuestros estilos de vida, construyendo nuestras ciudades y configurando nuestros modelos de tráfico y transporte.

364 días de subordinación a un vehículo que, prometiendo en sus inicios la libertad individual sin restricciones, se ha tornado en un yugo para la calidad de vida, el medio ambiente y el tejido social.

La opinión pública percibe algunas de las consecuencias negativas de la presencia masiva de automóviles como la contaminación del aire, los accidentes, el ruido, la propia congestión del viario o la dedicación de cuantiosas inversiones y una parte sustancial del espacio público a la circulación.

Pero no conocemos a fondo los daños en enfermedades y vidas que se producen cotidianamente, pues a los accidentes hay que añadir una cifra de víctimas superior, según la Organización Mundial de la Salud, derivada de la contaminación atmosférica que el tráfico genera. Ni tenemos información suficiente tampoco sobre el alcance de otros efectos negativos.

Lo que sí empieza a ser masivo, como ocurre en el resto de los países hipermotorizados, es un sentimiento de malestar respecto al modelo de ciudad y de movilidad dependiente del automóvil que hemos instaurado aquí en los últimos cuarenta años.

En este periodo, paso a paso, eslabón a eslabón, hemos forjado una cadena que nos ata sin escape al automóvil, incluso en el caso de que formemos parte de esa proporción tan importante de la población que por edad, renta o condición física o psíquica no puede conducir un automóvil (por ejemplo, sólo 21 de los 40 millones de españoles disponen de carné de conducir). Y esa subordinación es seguramente el mayor daño que está produciendo el coche en la sociedad. Cada vez más actividades sólo pueden realizarse si se conduce un automóvil.

Una subordinación que, por generarse mediante la acumulación de decisiones y adaptaciones paulatinas a lo largo de un periodo dilatado de tiempo, no se percibe con la alarma social que seguro merece.

La sociedad no permitiría hoy, por ejemplo, la introducción de un nuevo medio de transporte que produjera inexorablemente todos los años seis mil muertes y decenas de miles de heridos sólo en accidentes. Si el ferrocarril o la aviación tuvieran ese nivel de riesgo sus servicios serían inmediatamente suspendidos. Pero nos hemos acostumbrado a vivir así.

La sociedad no admitiría tampoco que, de la noche a la mañana, los niños perdieran la calle, el espacio público de la socialización hoy dominado por el tráfico; que para ir al colegio tengan que ser escoltados y transportados en el mismo vehículo que les pone en peligro y atemoriza a sus padres. Pero en efecto cada día, en círculo vicioso, más y más niños son traídos y llevados al colegio, a hacer deporte o a encontrarse con sus amigos, en coche, convirtiendo las calles en lugares más inhóspitos e inseguros, disuadiendo a los que todavía van caminando o en bicicleta.

Por consiguiente, la jornada de reflexión del día sin coches debe estar dirigida a buscar caminos para reducir la dependencia respecto al automóvil; a hacer posible que utilicemos nuestras piernas (andando o en bicicleta) para nuestras actividades corrientes; a que funcione el transporte colectivo como alternativa para los desplazamientos de media y larga distancia; y a que el automóvil empiece a ser una posibilidad a emplear esporádicamente y deje de ser una necesidad cotidiana a utilizar por cualquier motivo y en cualquier lugar.

Esa idea de cambio de tendencia es la que impulsa la Comisión Europea en su apoyo al “Día sin coches” y a la Semana de la Movilidad que se organiza previamente. No se trata de crear una nueva efeméride para el consumo, sino de poner los cimientos de nuevas políticas y comportamientos en relación a la movilidad. Así, la participación en la jornada exige a cada ayuntamiento una serie de compromisos y medidas permanentes de restricción del tráfico y de estímulo de los medios de transporte alternativos al automóvil.

El mensaje ya no puede reducirse a lo informativo o pedagógico como el que ofrecen lemas del tipo “deje su coche y verá cómo mejora ambiental y socialmente la ciudad”, sino que tiene que dirigirse a buscar la complicidad del ciudadano en las intervenciones, para que el cambio se produzca a la vez en lo cultural y lo físico o espacial: “con las medidas adoptadas mejora la calidad de los desplazamientos andando, en bicicleta y transporte público y se reduce la facilidad de usar indiscriminadamente el coche; ayúdenos a cambiar la ciudad y su movilidad utilizando esas posibilidades de un nuevo modo”.

Reducir la dependencia respecto al automóvil los 365 días al año exige en efecto información y pedagogía, pero en combinación con una fuerte dosis de valentía para cambiar la manera actual de gestionar y diseñar las calles; para adaptar el coche al espacio urbano y no violentar la ciudad a los imperativos de su uso ilimitado. Ese es el reto de la jornada del 22 de septiembre: informar, mostrar y, sobre todo, iniciar actuaciones que disminuyan nuestra subordinación al automóvil.

 

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