Raúl Lucero - Mi crónica de la visita al pie del Cerro Mercedario

 


http://www.donmercedario.com.ar/ArchivosEspecificos/AVENTURA.htm


El contacto no fue por internet (aunque lo podría haber buscado) ni por publicidad en los diarios, sino que al pasar cerca de casa vi una camioneta que tenía la inscripción “donmercedario.com.ar”. Cuando lo vi supe que había encontrado lo que buscaba: unas vacaciones en la montaña.


También era importante saber que no estaba solo en esto, ya que al menos Renato estaba dispuesto a ir. No sabía si podría conseguir más candidatos. El contacto con la gente facilitó las cosas, ya que entendían perfectamente lo que buscaba. A medida que los fuimos conociendo nos enteramos que Aníbal, el de los pies sensibles, es toda una personalidad del andinismo en la provincia. A Roberto, el montaraz, no lo conoceríamos sino en la misma montaña, ya que estaba en una excursión.


Finalmente Renato invitó a su sobrino, y con tres ya era suficiente para organizar la excursión.


El primer día Aníbal nos pasó a buscar por casa temprano y nos dirigimos hacia Barreal por la Ruta 12. Al llegar a la zona donde están construyendo los diques nos encontramos con un grupo de padres que iba a buscar a los chicos que subieron el Mercedario. Estos señores, luego bautizados como los “viejitos piolas” guiaron la charla hacia las proezas de Aníbal, el de los pies sensibles, quien había subido a una de las montañas más altas del mundo, el Broad Peak en Pakistán. Ahí fue donde nos enteramos que por efecto del frío y la humedad en la carpa sus pies se habían sensibilizado al frío.


También supimos que gusta de limpiar las montañas, ya que no todos los andinistas tienen la conciencia de mantener limpia la montaña y dejan basura que él se encarga de limpiar.


Al pasar por Barreal pudimos saborear las “semitas” de la panadería Berón, y nos enteramos que del grupo que había ido al Mercedario algunos habían hecho cumbre, entre ellos un chico de apenas 15 años (hijo de uno de los viejitos piolas).


Saliendo de Barreal nos extraviamos momentáneamente en algunos caminos cruzados, pero finalmente encontramos la ruta hacia Santa Ana, el puesto de Gendarmería. Antes de llegar cruzamos por un puente ubicado en la “junta” del río Blanco y el Colorado, y mientras Aníbal, el de los pies sensibles, subía a buscar a los andinistas que bajaban del Mercedario y que lo esperaban en el “Molle”, con Renato y Sergio tuvimos la oportunidad de explorar por nuestros propios medios la zona.


Cuando Aníbal volvió del Molle, nos encontramos con quien sería el guía de la excursión: Roberto, el Montaraz, y ahí si, nos dirigimos a Santa Ana. En Santa Ana armamos la carpa, y fuimos a ver unas rocas que tenían inscripciones indígenas. Luego se hizo de noche y decidimos postergar el asado para el siguiente día, el menú fue: panchitos. Renato hizo dieta porque se descompuso del estómago.


El segundo día amaneció fresco, desarmamos la carpa y armamos los bolsos. Desayunamos leche con cereales. En el corral Eduardo y Angelito se encargaban de preparar las mulas para la travesía. Una de ellas hizo un escándalo, tirándose al piso y todo eso, lo que aumentó nuestro recelo hacia esos bichos. Sergio pedía un poney.


Nos fueron asignadas nuestras cabalgaduras, y luego de una breve instrucción emprendimos la partida. Antes de eso cada uno bautizó al suyo: el de Renato era Pegaso, el de Sergio Lady Madonna, y el mío Capitán. Me sorprendió que a partir de ese momento, los muleros los llamaran por esos nombres y no por el original.


A poco de salir cruzamos por primera vez un río. También fue difícil porque las mulas no querían cruzarlo, no creo que fuera por miedo al agua sino porque no querían irse.


La llanura se fue estrechando y comenzamos a avanzar por senderos de montaña, siempre siguiendo el curso del río Colorado. Sobre el mediodía paramos a la vera de un arroyo para cargar agua clara, y tomar unos mates. La idea era avanzar hasta los “corredores”, y efectivamente ahí culminamos la marcha de ese día ya que al cruzar por enésima vez el río una de las mulas cargueras resbaló y cayó con su carga, sin ser arrastrada por el río, por lo que hubo que quitarle la carga y ayudarla a salir. Así fue que decidimos esperar que oscurezca un poco para preparar el asado. La verdad es que el Montaraz es bueno para los asados, motivo por el cual fue elegido como asador oficial para el asado en la cima del Mercedario, al cual se niega a participar. Después del asado degustamos los guisos vivificantes de los muleros, y su té de quinchamalí que incluye el agregado de una brasa encendida bañada en azúcar. Monumental.


Quinchamalí no fue la única palabra nueva que aprendimos, también estaba pichiregua (un valle del otro lado del río) y unos insectos llamados chinchimolle. Hablando de insectos, los tábanos de la cordillera pican muy fuerte, y tienen unos ojos grandes color verde brillante.


También acá exploramos, como corresponde, el terreno aledaño. Lo más llamativo eran unas grutas en la montaña, donde dicen que se escondía el gaucho Donoso, un rufián que asoló esta zona hace tiempo. Nos preguntamos de qué le serviría acumular tesoros en ese lugar si nunca podría disfrutarlos.


A la noche el cielo nos regaló una noche estrellada, verdaderamente era un disfrute. Así transcurrió la mañana y la tarde del segundo día.


El tercer día amaneció soleado, desayunamos y a ensillar los caballos, tarea que de a poco íbamos aprendiendo. A esta altura del viaje Sergio ya había cambiado drásticamente de opinión respecto a Lady Madona, y no la cambiaba por nada. Dejamos la parrilla ahí mismo, con la intención de recogerla a la vuelta, y emprendimos la marcha. Esta vez el camino era más estrecho y las mulas iban por cornisas que daba miedo pensar lo que pasaría si llegaban a resbalar. En uno de los tramos se aflojó mi montura y de a poco fui inclinándome a la derecha, hasta que reaccioné y detuve al Capitán. Unos segundos más y quedaba en la ladera de la montaña mientras el Capitán seguía.


Superado ese mínimo problema todo anduvo bien, paramos para almorzar pan con fiambres al abrigo de un grupo de grandes rocas que había cerca del río. Dejamos un poco de basura para recoger a la vuelta y emprendimos la marcha final. Llegando al valle del río Colorado el horizonte se abre un poco y nos permitía galopar. Fue una sensación muy linda cuando se largó a llover, y todo el grupo llegó al galope a la cima de una pequeña loma donde se ubica el nivómetro. Ahí el guía nos señaló el lugar del campamento, adonde nos dirigimos a toda prisa. A todo esto la lluvia se convertía en nieve, y Sergio no lo podía creer ya que le dijeron que a menos 4000 metros de altura no vería nieve.


Nuestra llegada a las rocas donde instalaríamos el campamento también fue gloriosa. De pronto irrumpen diez caballos en esa meseta donde habían algunas carpas de andinistas que a esa hora ya estaban de vuelta de las cumbres. No pasamos inadvertidos.


Bajo la nieve armamos rápidamente las carpas y nos encerramos hasta la hora de la cena. El Montaraz se lució con un guiso muy sabroso. Por supuesto, los muleros también hicieron el suyo y su té, con nuevos ingredientes encontrados en el camino. Eso de que todo bicho que camina va a la parrilla tiene su paralelo en que toda planta que crece va al té.


Por fin amaneció el 16 de enero, luego de los muleros fui el primero en levantarme. Lo primero que hice fue tomar una foto con el Mercedario al fondo, para no olvidar nunca este comienzo de mi cumpleaños.

 

(ilustración pendiente... A ver, Raúl, ¿viene ya esa foto?)


La excursión de ese día tenía como destino el Glaciar Italia. Un par de horas de caminata, trepar algunas piedras, saltar algunos arroyos, y allí estábamos.


Ahora sí superamos los 4000 metros, pero Sergio no encontraba nieve. La pared de hielo era imponente, aunque tomando un poco de distancia impresiona más porque se ve la extensión que tiene sobre la ladera de la montaña. Era imposible acercarse a tocarlo porque el piso también estaba congelado, y era muy resbaladizo.


Descansamos de cara al glaciar, al lado de una pequeña laguna de agua verde que parecía brotar desde la tierra, y debe ser porque luego de un rato sentados nuestros pantalones se mojaban. Creo que si excavábamos unos centímetros sin duda que encontrábamos mas agua. Al almuerzo consabido de pan, mayonesa, atún, queso y jamón se le agregó un postre especial: Almendras con Pasas de Uva.


Ya de regreso el cielo comenzó a nublarse, y cuando llegamos al campamento la nieve caía en abundantes copos sobre nuestras cabezas y se acumulaba sobre el valle del Río Colorado y sobre nuestra carpa también.


Esta vez, a pesar del frío y de la nieve, no nos quedamos dentro de la carpa sino que nos animamos a salir, a visitar a otros acampantes, un grupo de ellos estaba en la decadencia gastronómica, comiendo galletas con cebolla cruda, mayonesa y atún, y cocinando tortas fritas rellenas de lo que sea que encuentren. El diálogo estaba matizado por exclamaciones y modismos copiados al cuidador de sus mulas (Medalla), quien entre otras cosas comparaba todo con Puente del Inca.


Cuando paró de nevar, el frío se hizo intenso. Se despejó, y mirando las estrellas se podía ver los satélites que pasaban. La luna estaba en cuarto creciente y se escondió pronto. Esa noche dormimos incómodos por el frío pero, como durante toda la excursión, felices de estar ahí.


El jueves amaneció despejado nuevamente así que sería un hermoso día para caminar. Decidimos emprender el regreso esa misma tarde para evitar una cabalgata demasiado prolongada el día viernes. Además, Eduardo propuso que al regreso cabalgáramos un par de horas más y fuéramos hasta una estancia cercana - llamada Río Blanco - y esperáramos allí a Aníbal, el de los pies sensibles. Por todo eso desarmamos la carpa y pusimos al sol la ropa, las bolsacamas y todo lo que necesitara secarse o airearse.


Mientras desayunábamos el Mono (el perro de Eduardo), se dedicó a perseguir guanacos por la ladera de la montaña. No los alcanzaba, pero era regocijante verlo subir y bajar y corretearlos.


Luego del desayuno partimos hacia el Salto Congelado. La caminata fue más liviana, salvo al final donde había que ascender y tuvimos que exigir un poco el físico, aunque ya sabíamos que como todas las cosas en esta zona, el esfuerzo valía la pena. Y claro que lo valía. Es un glaciar que se derrite parcialmente en verano formando una hermosa cascada (¿o una cascada que se congela en invierno formando un hermoso glaciar?).


De regreso, saltando arroyos, renuncié a buscar piedras para vadear y decidí mojar mis pies, total cuando cruzáramos el río a caballo se volverían a mojar. Nuevamente el ritual de las monturas, y la partida. Pero esta vez con demostraciones de doma.


Es que el caballo de Eduardo estaba “excitado”, yo diría chúcaro, y no quería obedecer a su jinete. Nos sorprendió ver cómo lo hacía galopar subiendo la ladera, luego bajar haciéndolo virar a izquierda y derecha, bajar hasta el valle del río, y volver. Hasta que saliendo del río el caballo tropezó al intentar subir el barranco y rodó. Eduardo cayó con él, nos asustamos mucho, pero se levantó inmediatamente y dijo: “así se cae”. Parece una frase hecha entre los domadores. Lo cierto es que Eduardo quedó con la mano herida, en tanto que el caballo se lastimó el hocico y el pecho. Con eso se calmó un poco. El Montaraz le pidió a Eduardo que la próxima vez que cayera le avisara para tomar la foto.
Fue un poco triste despedirnos del valle del Río Colorado, de su agua turbia y sumamente helada, y del paisaje majestuoso del Mercedario. Quedan las ganas de volver.


El camino de regreso fue tranquilo. Ajustamos bien las monturas debido a lo empinado del camino, gran parte del trayecto debíamos ir parados sobre los estribos y con las riendas sueltas. Aún en los lugares más difíciles las mulas se portaron excelente. Recogimos la basura que habíamos dejado a la ida - para nosotros siempre fue importante mantener la limpieza en la montaña, y es una alegría que el Montaraz compartiera y aplicara ese criterio - y luego llegamos a los corredores. Acampamos del lado opuesto al lugar ocupado de ida.


Ni hablar que las tareas de quitar las monturas ya las dominábamos perfectamente. Comimos sémola, ensalada de frutas, y Sergio rindió examen en la preparación del té cordillerano. Aprobó.


Durante la cena ajustamos detalles de la organización del asado en la cima del Mercedario. El Montaraz puso excusas como que hay mucho viento o que la carne no llega bien, o que el pan pesa mucho. Nada de eso fue aceptado. El asado se hará, llevaremos una vaca caminando, 50 kg de harina para preparar pan, vino blanco y tinto en abundancia. Queda a cargo de Renato - el abogado - encontrar las vías legales para obligar al asador, miembro del Club Andino Mercedario y por lo tanto anfitrión del encuentro, a que vaya sí o sí.


El viernes sería nuestro último día de cabalgata. El camino comenzaba a allanarse y las mulas, ante la proximidad del retorno se lanzaban a galopar. Cada tanto había que reprimir su entusiasmo. Por momentos temía que algún tropiezo diera con ambos, el Capitán y yo, por tierra, pero eso no ocurrió.


Llegamos a Santa Ana, almorzamos, dejamos el mensaje para Aníbal, el de los pies sensibles, y seguimos viaje hacia la estancia Río Blanco. Primero subir unos cerros muy empinados, verdaderamente asustaban. Para colmo el caballo del Montaraz se puso nervioso y empezó a corcovear en medio del cerro. Fue un momento tenso. Luego atravesamos una meseta desértica, y al fin bajar nuevamente los cerros. Cada paso hacía que se hundan los cascos de las mulas y que resbalaran hacia abajo.


Al bajar los cerros nos encontramos nuevamente con el Río Blanco, ancho y caudaloso. Eduardo propuso vadearlo, ya que la otra alternativa era dejar nuestros bolsos de este lado del río y cruzar por el cable carril. El cruce fue el más difícil de todos los que hicimos, y salimos victoriosos. Del otro lado nos esperaba un campo de alfalfa, y el galope final. La estancia era un remanso paradisíaco.


Después de seis días nos bañamos en un arroyo (creo que se llama Salado). El agua estaba muy fría, pero fue vivificante. También fuimos a pescar al Río Blanco, aunque sin suerte. Dicen que hay truchas, pero tuvimos que conformarnos con unos capelettinis y un postre que preparó el Montaraz. Los dos viejos que cuidaban las cabras y demás en la estancia se mantenían alejados.


Esa noche dormimos en la carpa, instalada en un jardín al lado de la casa.


Cuando desperté el sábado Eduardo estaba carneando un chivito que sería nuestro almuerzo. Esto no estaba incluido en el paquete turístico, como tampoco lo estaba la nieve para mi cumpleaños, pero fueron gratas sorpresas.


Esa mañana nos bañamos en el Río Blanco con breves chapuzones, ya que el solo hecho de tener los pies en el agua más de dos minutos hacía que dolieran de frío.


Al volver a la casa estaba el chivito a la parrilla. El chimichurri preparado por Angelito era para reavivar dragones, todos los sobres de jugo de frutas que el Montaraz se había olvidado de preparar los días anteriores y que descubrió el último día en su bolso los tomamos en el almuerzo.


Finalmente llegó la hora de partir, armamos por últimas vez los bolsos, Eduardo y Angelito nos acompañaron hasta el cable carril, y allí nos despedimos emotivamente. Cruzamos a la otra orilla y esperamos la llegada de Aníbal, el de los pies sensibles, en su camioneta 4x4 que nos devolvería a la civilización. La primera etapa fue Barreal, donde paramos a saludar algunos conocidos, y luego sí a casa.

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