Luis Jar Torre - UN GOLPE DE EFECTO
Publicado en la Revista General de Marina de Octubre de 1999
“Nada es tan inevitable como un error al que le ha llegado
su momento”
(Ley de Tussman)
En términos generales puede afirmarse que, detrás de la pérdida de un buque en la mar, siempre se esconde el mal cálculo de alguien. Hay malos cálculos que, en buena lógica, nadie hubiera podido mejorar, como un ciclón de trayectoria atípica o, forzando mucho las cosas, una pérdida de estabilidad por acumulación de hielo en cubierta en agosto y en Cartagena. A este tipo de “mal cálculo” en el derecho marítimo anglosajón se le llama “acto de Dios”, y en nuestra Armada “fuerza mayor”. Pero la mayoría de los malos cálculos se quedan en lo que su nombre indica y entonces se dice que el buque se ha perdido por “fallo humano”.
Existen fallos humanos excusables, como los originados por limitaciones frente
a la enfermedad o el agotamiento. Otros, al menos resultan comprensibles y permiten
al “culpable” no perder la cara y, si se tercia, hundirse con su
buque con cierta dignidad. Algunos más, siendo tan “humanos”
como los anteriores, son mucho menos misericordiosos y palabras como “negligencia”
o “impericia” arruinan la vida profesional de los implicados. Joseph
Conrad, que había sido Capitán Mercante antes de convertirse en
uno de los mejores escritores en lengua inglesa de todos los tiempos, dejó
escrito que algunos accidentes son “... una equivocación más
o menos disculpable. Un barco puede dar a la costa a causa del temporal. Es
una catástrofe, una derrota.” En cambio, otros “... tienen
la mezquindad, el patetismo y el amargor del error humano.” Finalmente,
unos pocos buques se pierden en accidentes tan estúpidos, que nos obligan
a pensar que su Capitán eligió ahogarse antes que explicar lo
ocurrido, porque es lo que nosotros habríamos hecho en su lugar. A diferencia
de los accidentes anteriores, que al menos crean doctrina sobre “lo que
no hay que hacer”, estos últimos son más intrascendentes
en el campo doctrinal, posiblemente porque casi nadie entre los colegas del
“culpable” se ve a sí mismo capaz de darse un golpe tan tonto.
Este artículo trata de uno de esos accidentes particularmente estúpidos,
con la salvedad de que sus protagonistas, lejos de ser unos estúpidos,
constituían la élite de la Armada más prestigiosa de su
época, a la que aportaban una formación y dedicación excepcionales
y, en el caso del principal implicado, un espíritu innovador que haría
parecer fósiles a muchos “progres” contemporáneos.
Por una triste ironía del destino, han pasado a la Historia Naval como
epítomes de la falta de iniciativa y obediencia descerebrada. Con una
vertiente náutica “intrascendente” (¿quién
de nosotros se daría un golpe tan “tonto”?), el aspecto castrense
de este accidente fue una auténtica desgracia que cuestionó principios
considerados incuestionables y atrajo sobre la organización militar la
crítica y, peor aún, la rechifla de personas bien formadas pero
no tan bien informadas. Si algo de positivo tiene esta historia, es la llamada
de atención que supuso, en pleno siglo XIX, sobre conceptos tan actuales
como “obediencia ciega” y “obediencia inteligente”.
VEINTE AÑOS DE TACTICA
En la década de los setenta del siglo XIX, la Armada Británica envió al baúl de los recuerdos la propulsión a vela y uno de los compañeros de viaje que la acompañaron al baúl fue un libro. Llevaba por título “Signal Book” (el PT1-B de la época) y no era un libro particularmente ameno, pero tenía almacenadas en sus páginas las lecciones y experiencias de más de veinticinco siglos de guerra en la mar. Eliminado el viento como factor táctico, gran parte de su contenido era, en términos metafóricos, lo que algunas veces había sido en términos reales: papel mojado.
El vicealmirante Sir George Tryon, Jefe de la Flota Británica del Mediterráneo en 1893
Uno de los Oficiales Navales que con más entusiasmo se entregó
a la tarea de reescribir este libro fue el Vicealmirante Sir George Tryon. No
debemos engañarnos por el “Sir” ni por el empleo, era un
innovador y un inconformista. También tenía un elevado nivel de
exigencia para con sus subordinados, a los que intentaba transmitir su espíritu
de iniciativa y a los que, en todo caso, conseguía transmitir una fuerte
impresión. Además era una persona difícil, pero dejaremos
la psicología para el final. Se ha escrito que la filosofía táctica
de Sir George buscaba “emancipate the fleet from Signal Book”. Considerando
la época que le tocó vivir, sería injusto acusarle de iconoclasta.
No hay que ser un genio de la táctica para comprender el problema de
Sir George. Los buques de su época ya tenían (grosso modo) la
velocidad y maniobrabilidad de los actuales pero, en la mar, no disponían
aún de otro sistema de comunicaciones que las señales visuales.
Bastaban unos minutos de navegación para que una unidad se desconectara
de “la voz de su amo”. Por añadidura, la táctica heredada
por la Era del Vapor estaba orientada a mantener en formación unidades
con la velocidad de una tortuga, las cualidades evolutivas de una vaca lechera
y el alcance artillero de un tirachinas. Hoy puede resultarnos inconcebible,
pero baste recordar la “melée” en que degeneró la
batalla de Trafalgar, el problema de “comunicaciones” de Villeneuve
y Dumanoir o la “distancia eficaz” a la que debía estar Nelson
cuando un prosaico mosquetazo le envió desde la cubierta del “Victory”
a los libros de historia.
La Revolución Industrial regaló a las marinas la propulsión
a vapor y velocidades “de vértigo”, pero los “juguetes”
venían sin manual de empleo táctico. En un reflejo casi cómico,
se exhumó el “manual” de las últimas unidades de propulsión
mecánica conocidas, ¡las galeras! En la batalla de Lisa (1866),
un agresivo Almirante Tegetthof borró de la superficie al sorprendido
Comandante del “Re d’Italia”, junto con su preciosa fragata
acorazada de vapor, en tres minutos mediante el “novedoso” (y expeditivo)
procedimiento de embestirles con su buque insignia. Y así, durante dos
decenios de desbarajuste táctico en que buques, armas y corazas quedaban
anticuados de un año para otro, un pasmado Neptuno vio formaciones de
acorazados ¡con espolón! surcar sus dominios a velocidades del
siglo XX, pero manteniendo distancias propias del siglo XVIII.
El HMS Dreadnought en dique seco, permitiéndonos apreciar la configuración de un espolón de la época. El día de autos este buque navegaba en la misma línea de fila y dos puestos detrás del HMS Victoria.
No fue hasta finales de la década de los ochenta cuando la aparición del torpedo, y un significativo aumento del alcance artillero, frustraron lo que Richard Humble llamó “the steam battleship’s brief flirtation with close-range actions”. Puede que el flirteo fuera breve, pero los “flirteos” con espolón a corta distancia pueden resultar “embarazosos”, como sin duda resultó la pérdida del acorazado “Vanguard” en 1875, abordado por el “Iron Duke” cuando maniobraban en formación. Sir George entra en nuestra historia cuando ya solamente faltaba el “pequeño detalle” de la radiotelegrafía para “emancipar” la flota. Pero, en 1890, Marconi tenía 16 años y, seguramente, otras prioridades. Faltaban todavía cinco para que consiguiera su primera transmisión inalámbrica y catorce para que su invento comenzara a generalizarse en las unidades navales.
Mientras, en su afán de ir más allá del “Signal Book”
el Vicealmirante Tryon estudiaba fórmulas tales como utilizar el rumbo
y velocidad del buque insignia como una señal en sí mismos, persistía
en el espíritu de iniciativa de sus Comandantes y, finalmente, degeneraba
en un virtuoso perfeccionista de las maniobras en formación, en las que
exigía precisión milimétrica. Valga este largo preámbulo
para dejar sentado que, además de Almirante, Sir George era para sus
subordinados lo que en informática se llama un “gurú”,
el mago de una ciencia en rápida evolución. Ahora dejaremos a
los acorazados navegando apiñados alrededor del Almirante y a sus subordinados
absorbiendo sabiduría en respetuoso silencio, en tanto aquél busca
la forma de utilizar sus “modernos” buques como “Ferraris”
y no como “paqueteras”.
UNA HORA DE NAVEGACION
El 22 de junio de 1893 sorprendió al Vicealmirante Tryon frente a las costas de Siria y al mando de la Flota Británica del Mediterráneo. Era un día bochornoso, de ésos que mi esposa dice que la “funden las ideas”, supongo que el interior de un acorazado sin aire acondicionado frente a Siria se las “evaporaría” directamente y, en el caso de Sir George, su origen “nórdico” no ayudaría en nada a mantenerlas frescas, vaya esto por delante. Aquella tarde su flota tenía previsto fondear a las 1600 frente al puerto de Trípoli, actualmente libanés pero entonces ubicado en la provincia siria del Imperio Otomano. Puestos a mostrar la bandera a “la competencia”, el plan del Almirante era una compleja maniobra de fondeo, un ejercicio de virtuosismo que produjera un golpe de efecto y una fuerte impresión a los observadores de la costa. Aunque no exactamente en los términos que había planeado, se salió con la suya.
Sir George izaba su insignia en el acorazado “Victoria”, una de
las unidades británicas más modernas y, al tiempo, una víctima
del desbarajuste conceptual antes mencionado. Desplazaba 10.420 tons. y montaba
la primera máquina de vapor de triple expansión de la Armada Británica,
pero tal “modernez” quedaba compensada por el arcaico espolón
de su roda y por su artillería principal, una única torre a proa
con dos monstruosos cañones Armstrong de 413 mm y 110 Tons. de peso por
cabeza que, aunque disparaban proyectiles de 1.600 lbs., lo hacían a
un ritmo tan lento que constituían una seria amenaza de muerte por aburrimiento
para el enemigo. Obviamente, si el enemigo no colaboraba y se colocaba arteramente
por la popa, se creaba un maldito inconveniente que había que confiar
a la artillería secundaria.
El HMS Victoria haciendo fuego con su montaje de proa y ahumando a la concurrencia. Como puede apreciarse, era un arma temible por más de un motivo.
Para redondear la faena, en grada le habían cambiado su nombre original (“Renown”), dejándole a merced de la consabida mala suerte. Se ha escrito que el diseño de este buque “... must be considered a retrograde step after previous Royal Navy designs”. En España, con un léxico más adaptado al desbarre que a la circunspección, hubiéramos dicho que se trataba de un engendro. En la fotografía que se acompaña pueden apreciarse sus estilizadas líneas, híbrido de caja de zapatos y hangar vagamente hidrodinámico.
El HMS Victoria visto de través. Se aprecia el mamotrético montaje doble de proa y lo poco agraciado de su aspecto en general, incluyendo la extraña disposición transversal de las chimeneas.
Al comenzar los preparativos para el fondeo la flota navegaba proa hacia alta mar, dejando por la popa el punto de fondeo previsto. La formación consistía en diez acorazados y cruceros pesados de unas 10.000 tons. acompañados de un buque-aviso, navegando en dos líneas de fila paralelas y con una distancia entre buques en cada línea de 400 yardas. La columna de estribor estaba compuesta por seis unidades, con el “Victoria” en cabeza en funciones de guía de columna y de formación. La columna de babor contaba con cinco unidades y su guía era también el buque de cabeza, en este caso el acorazado “Camperdown”, donde izaba su insignia el bastante más convencional Contralmirante Markham, segundo de Sir George. Aunque no era su estilo, en esta ocasión el Vicealmirante Tryon había informado el plan de fondeo a su Estado Mayor. Constaba de dos fases, la primera consistía en formar los buques en dos columnas separadas 1.200 yds. e invertir el rumbo mediante una caída simultánea de 180º de ambas columnas hacia el interior de la formación, manteniendose ambas líneas de fila al seguir cada buque la estela del precedente.
Una vez completada esta fase, la formación debería quedar aproada
a tierra con la misma distancia entre columnas que la ya existente entre buques,
400 yardas. La segunda fase, ya en las proximidades del fondeadero, consistiría
en la caída simultanea de 90º a babor de todas las unidades y, poco
después, el fondeo sincronizado de toda la flota en perfecta formación
al nuevo rumbo (paralelo a la costa). El “público” del puerto
de Trípoli quedaría con la boca abierta ante una coreografía
propia del mejor ballet ejecutada por acorazados. Si se ha sido cocinero antes
que fraile y se analiza el plan, éste nos habla de la habilidad y el
pragmatismo de su creador, ya que la segunda caída, que sin duda causaría
un efecto espectacular vista desde tierra, serviría además al
astuto Sir George para disimular posibles errores posicionales en la primera
fase, permitiendo a su flota fondear con precisión milimétrica
sin necesidad de hacer “extraños” con la formación.
En el “briefing” citado, el Comandante del “Victoria”
había indicado al Almirante que una separación inicial entre columnas
de 1.200 yardas era insuficiente, y el Jefe de Estado Mayor sugirió prudentemente
que 1.600 “estarían mejor”. Aunque en aquel momento el Almirante
estuvo de acuerdo con 1.600, posteriormente envió a su “Flag Lieutnant”
con la orden de cerrar la formación a 1.200 yardas. En la mar, hay ocasiones
en que la prudencia con el medio exige ser imprudente con las personas, pero
la imprudencia con un Almirante debe ser especialmente difícil en un
idioma como el inglés de clase alta, pleno de sobreentendidos y referencias
indirectas. En este entorno lingüístico, una afirmación hispánicamente
rotunda (aderezada con la escatología que proceda) puede hacer que el
mayordomo arroje al exterior con violencia al bocazas, circunstancia que, sin
duda, éste verá reflejada en sus informes. En todo caso, “alguien”
debería haber sacado al Almirante de su pasmoso lapsus, recordándole
(aunque fuera en inglés de clase baja) que, para una evolución
“standard”, el diámetro táctico de sus buques era
800 yardas y la distancia correcta 2.000.
Apenas se había izado la señal preventiva para cerrar la formación
cuando, a su vista, el Jefe de Estado Mayor indicó al “Flag Lieutnant”
que forzosamente debía estar en un error, ya que el Almirante había
indicado 1.600 yardas. El mareado “Flag Lieutnant” volvió
al camarote del Almirante y tuvo la osadía de preguntarle si había
querido decir 1.200 o 1.600, indicándole que ya se había izado
1.200, a lo que el irritado Almirante le respondió “somewhat tersely”
que 1.200 era la distancia correcta y que diera la ejecutiva de inmediato. La
velocidad de la formación se aumentó a cerca de 9 nudos, se dio
la ejecutiva y ambas columnas quedaron a la distancia ordenada. Poco después,
el Almirante ordenó al “Flag Lieutnant” que se izaran dos
señales preventivas, una ordenando a la columna de estribor caer 180º
a babor en línea de fila y otra con la misma orden para la columna de
babor, pero cayendo a estribor. En el puente del “Victoria” esta
vez no se escuchó ninguna sugerencia del escarmentado Estado Mayor y
las dos señales fueron izadas.
El HMS Camperdown, a bordo del cual navegaba el Contralmirante Markham.
Pero todavía faltaba alguien por escarmentar. En el puente del “Camperdown”,
a 1.200 yardas por el través de babor del buque de Sir George, el Contralmirante
Markham debía repetir la izada como guía de su propia columna.
Como posiblemente no se consideraba ningún mago de la táctica,
no tuvo empacho en repetirla a media driza para indicar su estupefacción
a la concurrencia, al tiempo que ordenaba transmitir “no comprendo la
señal” por semáforo luminoso. Vano intento, la radio estaba
por inventar pero, a corta distancia, Sir George se hacía entender con
rapidez. Antes que el semáforo del “Camperdown” transmitiera
su mensaje, el Contralmirante Markham recibió un doble impacto en su
amor propio en forma de señal semafórica (“¿what
are you waiting for?”) al tiempo que veía izar (¡horror de
los horrores!) su propio distintivo en el “Victoria”. Era demasiado
hasta para un Contralmirante así que anuló el mensaje y, segundos
más tarde, su señal izada a tope hacía juego con nueve
gallardetes de inteligencia indicando que, en otras nueve unidades, nueve Capitanes
de Navío tampoco tenían nada que sugerir.
Con todo el mundo finalmente de acuerdo, poco después de las 1530 se
dió la ejecutiva y los dos buques-guía iniciaron la caída
hacia el interior de la formación, donde tras coincidir en su punto intermedio
en estricto cumplimiento de las leyes de la geometría, fracasaron estrepitosamente
en su intento de burlar las de la física, que no permiten a dos cuerpos
ocupar simultáneamente un mismo lugar en el espacio. En consecuencia,
el inevitable espolón del “Camperdown” hizo un agujero de
nueve metros cuadrados en el casco del “Victoria”, un trabajo redondo
si se tiene en cuenta que acertó a dar con precisión matemática
en un mamparo transversal. El “Victoria” se hundió a cinco
millas de Trípoli en apenas trece minutos, ayudado por la infinidad de
puertas, portas y portillos abiertos aquella tórrida tarde, llevándose
con él a 349 hombres y al Vicealmirante Tryon, que tuvo la gallardía
de asumir toda la culpa de lo ocurrido (“it´s all my fault”)
antes de morir ahogado. Hay que decir en descargo del Comandante del “Victoria”
(CN Burke) que tuvo que pedir permiso tres veces para dar atrás con la
hélice de babor. El “Camperdown” se salvó por los
pelos, pero su “hazaña” no pasó inadvertida a los
partidarios del espolón, que seguían en sus trece a las puertas
del siglo XX. Ochocientas yardas por la popa del “Camperdown” el
acorazado “Sans Pareil”, único gemelo del “Victoria”,
ya podía lucir sin faltar a la verdad un nombre que, dadas sus características,
ahora tenía doblemente merecido.
El HMS Victoria (a la dcha.) se hunde ante las narices, o más bien ante la popa del HMS Nile (a la izda.), que navegaba entre él y el antes citado HMS Dreadnought. Puede apreciarse que el buque ha dado la voltereta, mostrándonos la zona del codaste y ambas hélices. Sobre la carena (a babor) se ve a varios miembros de su dotación tratando de no arruinar definitivamente la tarde.
Se ha escrito que el Vicealmirante Tryon pudo confundir radio de giro con diámetro
táctico. Personalmente opino que, tratándose de Sir George, tal
suposición sería una ofensa a su memoria y que su “bloqueo
mental” muy bien pudo deberse a un problema médico originado por
las altas temperaturas de aquel día. Entre los 357 supervivientes rescatados
estaba el Segundo Comandante del “Victoria”, un empapado Capitán
de Fragata de 33 años que súbitamente se veía en situación
de “disponible forzoso” pero que, con el tiempo, llegaría
a mandar la “Grand Fleet” en la Batalla de Jutlandia y a convertirse
en el Almirante Sir John Jellicoe, 1er. Conde de Jellicoe y Primer Lord del
Almirantazgo.
UN SIGLO DE EXPLICACIONES
Como ya quedó dicho, hay accidentes y accidentes. La pérdida del Almirante de la Flota Británica del Mediterráneo, su buque insignia y media dotación abordados por su segundo “en cumplimiento de lo ordenado”, mientras medio escalafón se miraba atentamente las uñas, es el tipo de accidente que sólo deja dos opciones, un largo silencio o unas larguísimas explicaciones. Con el periódico ya inventado, la opción elegida fue la segunda.
A la llegada de la flota a Malta dio comienzo lo que podríamos llamar
“fase formal” de las explicaciones, con la instrucción del
inevitable consejo de guerra al Contralmirante Markham por abordar y hundir
a su jefe y al CN Burke, por la pérdida de su buque. Requeridos a justificar
lo que un caballero inglés habría descrito como “un extraordinario
comportamiento”, su defensa fue de una sencillez rayana en la genialidad.
El Contralmirante Markham, ante la inevitable pregunta de por qué aceptó
una orden obviamente imposible, respondió que tenía tal fe en
su Almirante que creía que éste, finalmente, resolvería
el problema con alguno de sus “trucos”. Aunque al Contralmirante
Markham se le ha asignado el papel de “tonto” en casi todas las
versiones de esta historia, explicó al Tribunal que Sir George podía
finalmente haber hecho caer las dos columnas de modo no simultáneo, o
bien hacer caer al “Victoria” con menos grados de caña que
al “Camperdown” y, tras cruzar su popa, quedar al nuevo rumbo por
la banda de fuera, lo que hubiera constituido una maniobra en verdad sorprendente.
Es una lástima que la previa exposición de su plan por parte de
Sir George eche por tierra tan audaz teoría, pero parece cierto que sus
subordinados creían propio del Vicealmirante Tryon sacarse “some
last-minute manoeuvre up his sleeve to save the day”.
Naturalmente también salió a relucir la “necesidad”
de obedecer las órdenes por lo que, a título personal, creo que
la “infinite faith” que los implicados dijeron tener en su Almirante
facilitó bastante el trabajo de un tribunal consciente del peligroso
precedente que una sentencia condenatoria supondría en una institución
poco partidaria de someter las órdenes a “juicios críticos”.
En consecuencia, el Vicealmirante Tryon fue declarado único culpable
de lo sucedido, a lo que éste no tuvo nada que alegar. Siempre por delante
de sus contemporáneos, ya se había “empurado” a sí
mismo antes de morir ahogado.
Transcurrido más de un siglo, lo ocurrido aquella tarde continúa
siendo objeto de explicaciones. Descartadas las basadas en el poco académico
recurso de la descalificación global, ataque a instituciones y los etcéteras
habituales, queda la pregunta de qué puede acabar simultáneamente
con las funciones racionales de todo un grupo de personas formadas y equilibradas.
En teoría, la respuesta compete a un psicólogo y, dado lo peculiar
del medio, a un especialista en psicología militar. En 1974, Norman Dixon
escribió el tratado “On the Psychology of Military Incompetence”.
¡Perdón, no es lo que parece!, permítaseme explicarme. El
Dr. Dixon ha sido Oficial del Ejército Británico durante diez
años, miembro de la British Psychological Society, Reader de sicología
en el University College de Londres y es Doctor en Filosofía y Doctor
en Ciencias. A la vista del título de su obra dudaba sobre la prudencia
de citarla, pero la recomendación del General Bridell de su lectura obligatoria
en centros de selección y preparación de Oficiales, y el hecho
de que el Dr. Dixon es Miembro de la División Militar de la Orden del
Imperio Británico, me llevan a pensar que no es necesariamente un antimilitarista.
Aunque como marino sus tesis me parecen un tanto retorcidas creo que los lectores
tienen derecho a la opinión de un especialista, y es el más calificado
que he podido encontrar.
Hechas las presentaciones, el Dr. Dixon afirma en la obra citada que “...el
Vicealmirante Tryon era el producto de una infancia feliz y segura. Era un hombre
tremendamente seguro de sí mismo, afirmativo, franco, autócrata,
partidario de una disciplina estricta, pero no un autoritario”, “...era
un innovador, con tendencia a destacar profesionalmente, dedicado a aumentar
la eficacia y la iniciativa de sus subordinados”, “...se casó
con acierto y se preocupó mucho por el bienestar de sus hombres”.
Peor librado sale el Contralmirante Markham, que “...había emergido
de su infeliz infancia en manos de unos durísimos padres puritanos como
un hombre sensible, anormalmente cortés, solitario, obstinado y malhumorado”,
“...era un hombre convencional, ansioso, conformista, tradicionalista,
dedicado a no meterse en líos y a no disgustar a sus superiores”.
Por si fuera poco, “...era un soltero que parece que jamás gozó
de nada que se pareciese a relaciones físicas con un miembro del otro
sexo. Su antihedonismo se expresó en forma de sermones dirigidos a sus
tropas sobre los males del alcohol y el tabaco. Y esa otra característica
de la personalidad autoritaria que es la represión de los impulsos agresivos
que era evidentemente lo que impedía a Markham plantar cara a sus superiores,
encontró una salida en la matanza de animales salvajes”. La conclusión
de Dixon es que “...los dos hombres eran inteligentes, entregados y llenos
de conciencia, pero el autoritarismo de uno chocó contra la autocracia
del otro con la misma rigidez con que la quilla durísima del Camperdown
chocó y rompió el casco más blando del Victoria”.
CINCO MINUTOS DE CONCLUSIONES
Creo recordar que fue Sir Francis Bacon quien, hace cuatro siglos, dejó sentado que “si un mismo hecho lo explican varias hipótesis, la correcta es la que contiene menos premisas”. Confieso que en psicología lo ignoro casi todo, pero creo que, desde una perspectiva diferente, cualquier militar de cierta antigüedad sería capaz de construir una hipótesis con menos premisas que la del Dr. Dixon. Desde la óptica civil, la respuesta a una orden imposible es una cuestión baladí (para eso están los sindicatos). Pero treinta minutos después de entrar en la Escuela Naval, quien esto escribe tenía perfectamente claro que, ante una orden aparentemente imposible (¡suba allí!, ¡arrójese desde allá!), puntuaba más surcar los aires con rapidez que argüir sofisticados razonamientos. Es lógico, en los ejércitos la eficacia puede ser literalmente un asunto de vida o muerte y, desde los tiempos de los hititas, se sabe que una organización militar basada en la disciplina es más eficaz que otra basada en la participación asamblearia de todos sus componentes en la discusión y redacción de las órdenes a impartir.
Aunque pocos militares profesionales habrá que, en algún momento,
no se hayan planteado qué hacer en una situación límite
ante una orden realmente “imposible”, costaría trabajo encontrar
alguno que ignore la “conveniencia” de cumplir dicha orden salvo
que se tengan las cosas muy, pero que muy claras. Y es así porque, aunque
la calificación profesional para juzgar la “imposibilidad”
de una orden normalmente es superior en quien la emite que en quien la recibe,
existe un argumento definitivo: cualquier componente de un sistema jerárquico
que se plantee desobedecer abiertamente una orden “extraña”,
es consciente de la abismal desproporción entre el castigo si se equivoca
y la (hipotética) “palmadita en la espalda” si obra correctamente.
Por irracional que parezca, un sistema jerárquico que estimule los “juicios
críticos” de las órdenes recibidas está echando arena
en sus engranajes.
Herman Wouk, antes de hacerse famoso como escritor, permaneció embarcado
tres años en la Armada Norteamericana durante la campaña del Pacífico
de la Segunda Guerra Mundial. En la edición original de “El motín
del Caine”, la obra que le dió el Pulitzer, el TN Maryk, un competente
pero mal informado y peor aconsejado ex-marino civil, releva del mando en un
espantoso tifón a su paranoico Comandante, definitivamente “inutilizado”
precisamente al tratar de obedecer una orden “imposible” de la Flota.
Tras conseguir salvar su buque en un alarde de virtuosismo, y verse enfrentado
a un Consejo de Guerra, se queja amargamente a su abogado militar de que el
único medio de demostrar lo correcto de su actuación, habría
sido no relevar al Comandante y permitir que el buque se perdiera, como de hecho
les había ocurrido a otros tres peor gobernados. La paradigmática
respuesta de su abogado es que otros cuarenta buques más permanecieron
a flote sin necesidad de que el Segundo relevara al Comandante. Aunque se trata
de una obra de ficción, la escena es perfectamente ilustrativa de por
dónde van los tiros.
Tanto a escala individual como colectiva, en la historia contemporánea
es una constante la disparidad de lo que, podíamos llamar, “circuitos
lógicos” de civiles y militares enfrentados a un mismo problema.
También son una constante las indeseables consecuencias de esta disparidad,
desde la mutua incomprensión y desconfianza hasta episodios particularmente
traumáticos. Un historiador nos diría que, a partir del siglo
XVIII, la sociedad civil ha evolucionado desde el Antiguo Régimen hacia
otro de mayores libertades individuales, un proceso en el que las organizaciones
militares no han podido participar con la misma intensidad por razones obvias.
En la sociedad civil contemporánea, donde cada componente posee su propio
criterio y escala de valores, es difícil comprender las pautas de conducta
de las organizaciones militares, donde determinados símbolos y virtudes
lo son todo. Por ello, el que en una situación extrema un militar actúe
de acuerdo con lo que le ordena su prestigioso y mentalmente bloqueado Almirante
e ignore lo que le indican sus ojos, aún a riesgo de morir ahogado, no
creo que indique necesariamente una infancia infeliz. En mi opinión indica
más bien lo que, en medicina, se llama un “reflejo condicionado”
y, en el entorno militar, obediencia ciega.
Se enfoque como se enfoque el problema de la obediencia, al final siempre descubrimos
que cualquier sociedad que confía un medio de destrucción masiva
(llámese acorazado o misil estratégico) a uno de sus componentes
valora más la fiabilidad del candidato que su creatividad, virtud ésta
que, sabiamente, los dirigentes citados prefieren reservarse en exclusiva y
transmitirle a través de la cadena de mando. Puede que como resultado
de esta política, la formación de un militar no profundice excesivamente
en sutilezas filosóficas y nos deje a merced de ingeniosos polemistas
y, en casos extremos como el de esta historia, expuestos a la rechifla general.
Pero no debemos engañarnos, el modelo ha funcionado razonablemente bien
los últimos cuatro mil años y un acorazado ocasional es un precio
asumible ante el horror de otras alternativas. A fin de cuentas, también
el cinturón de seguridad es un peligro en sí mismo en el 10% de
los accidentes de automóvil, y su ausencia potencialmente mortal en el
90% restante.
BIBLIOGRAFIA Y FUENTES
- Conrad, Joseph, “El Espejo del Mar”, Ed. Orbis,
Barcelona
- Dixon, N, “Sobre la Psicología de la Incompetencia Militar”,
Anagrama, Barcelona
- Gordon, Andrew, “The Rules of the Game”, Naval Institute Press,
Annapolis
- Hough, Richard, “Admirals in Colission”
- Humble, Richard, “Battleships and Battlecruisers”, Winchmore Publ.
London
- Ireland, Bernard, “Barcos de Guerra”, Ed. Noguer, Barcelona
- Marriot, John, “Disaster at Sea”, Ian Allan Ltd, Shepperton
- Pickford, Nigel, “Atlas of Shipwrecks”, Dorling Kindersley, London
- Wouk, Herman, “The Caine Mutiny”, Jonathan Cape Ltd, London
La pérdida del “Victoria” es un tema citado
con relativa frecuencia, pero las descripciones completas del accidente son
raras. Por ello, mi “hora de navegación” está basada
fundamentalmente en el excelente relato de John Marriot. Las citas de Norman
Dixon están tomadas de la edición española de su obra,
algunos términos náuticos suenan extraños, pero no he querido
“mejorarlos”. Aunque he procurado adaptar en lo posible la terminología
inglesa del siglo XIX a la actual, no he traducido “Flag Lieutnant”
(“an admiral’s aide-de-camp”) porque resulta obvio que el
“Ayudante” de Sir George lo era en un sentido más amplio
que los actuales.
Volver a la página principal de Luis Jar Torre...
Volver a Todos vamos en el mismo barco...
Juan Manuel Grijalvo - Espolón... (en la Grecia antigua)