Manuel Maristany - La fascinación del tren a vapor

 

La Vanguardia, 31 de enero de 1982

 

Si a un tiznado fogonero de la época heroica del ferrocarril le hubieran augurado que, al cabo de treinta y cuatro años de la desaparición de las locomotoras de vapor, ingenieros diplomados le hubieran disputado el muy problemático honor de triturar las briquetas de carbón y tirar de pala, hubiera mandado a freír espárragos al profeta de semejante y fantástico vaticinio. Pero, aunque parezca increíble, esto es lo que realmente sucedió el 29 de diciembre pasado, cuando tres directivos de la V Zona de Renfe casi lucharon a brazo partido para apoderarse de la pala y alimentar el fuego de la locomotiva «Mataró» que viajó de Tarragona a Vilanova i la Geltrú para conmemorar el Centenario del Ferrocarril que unía esta industriosa villa marinera a Barcelona. Y decimos locomotiva y no locomotora porque este término se acuñó posteriormente. En sus orígenes las máquinas de vapor fueron llamadas «locomotivas», traducción literal de la palabra inglesa «locomotive».

Los aficionados españoles al ferrocarril nunca agradeceremos bastante a Renfe la atención que ha tenido de reparar y poner a punto la locomotiva «Mataró» que, en un día, ya lejano, de 1948, salió de los talleres de la. Maquinista Terrestre y Marítima de Barcelona para celebrar el centenario del Ferrocarril en España, ya que el original, construido por los señores Jones Potts y Compañía, de Warrington, Inglaterra, pasó a mejor vida mucho antes de la guerra civil (lo cual no deja de ser una lástima y una pérdida irreparable, pero al mismo tiempo constituye un toque de atención para que semejantes percances no se repitan en el futuro). La réplica de Maquinista, sin embargo, no deja nada que desear, al igual que los carruajes o coches, cuyas líneas denotan la fuerte influencia del diseño de las diligencias de la época y que, decididamente, merecen el calificativo de «carrozas».

Afortunadamente la mañana del 29 de diciembre fue fresca, pero no lluviosa, pues de lo contrario la nutrida tripulación de la «Mataró» hubiera llegado empapada y aterida a su destino. Las primeras locomotivas, por una razón desconocida, se construyeron sin marquesina. ¿Sería porque sus constructores pensaban que los tripulantes de las mismas, al igual que los cocheros de las diligencias, tenían que ir al aire libre desafiando los elementos? No cabe la menor duda de que, en aquellos tiempos heroicos, conducir una locomotiva, con la nieve y cellisca de frente, constituiría toda una prueba de fuerza y sacrificio.

Volviendo al presente diremos que el paso del pequeño y anacrónico Tren del Centenario por las estaciones y pueblos del recorrido fue una fuente constante de sorpresa y pasmo sin límites. La gente lo miraba atónita, se frotaba los ojos y volvía a mirar, pensando que estaba bajo los efectos de una pesadilla que los sumergía sin remedio en el túnel del tiempo, pero la «Mataró», como esas chicas guapas que fingen no enterarse de la expectación que despierta su taconeo, proseguía muy ufana y marchosa, moviendo velozmente sus bielas y excéntricas.

En San Vicente de Calders se detuvo media hora para «hacer tiempo» y dejar pasar a un par de trenes de mercancías. El jefe de estación y todos los agentes se congregaron a su alrededor y le prodigaron la clase de miramientos y atenciones que se dispensa usualmente a las reinas de un concurso de belleza, mientras los ingenieros-fogoneros paleaban carbón, sacaban brillo a los metales y engrasaban las bielas con la tradicional aceitera.

En Cubellas el pequeño tren fue desviado a una vía secundaria para que pudieran subir los invitados de honor ataviados a la usanza decimonónica. Y en este intervalo fue sucesivamente rebasado por dos expresos, «el Shangai» y «el Sevillano», que venían lanzados a toda velocidad desde la bruñida perspectiva de los raíles haciendo temblar la tierra. Una vez repuestos de la sorpresa, los maquinistas de ambos trenes hicieron mugir sonoramente a sus verdosas locomotoras en señal de respeto y acatamiento, contestando la «Mataró» con su asmático silbato que apenas se oyó en el fragor de cataclismo que siempre produce un pesado exprés lanzado a 120 kilómetros por hora. Contrariamente, el maquinista del «Talgo» de Madrid, que venía en dirección contraria y la vio mucho antes, se agarró al pito, como un loco, y no lo soltó hasta que hubo rebasado la estación lo menos medio kilómetro, dejando medio sordos a los invitados. Reconfortada por semejantes muestras de simpatía, la «Mataró» reemprendió la marcha, una marcha increíblemente rauda y silenciosa. Parecía que se deslizaba por las vías sin esfuerzo, dejando en el aire ligeramente húmedo de la mañana invernal la rúbrica de su penacho de humo blanco.

Su llegada a Vilanova, a las doce en punto, entre el estallido de los morteretes, los aplausos del público y las briosas notas de un pasacalle fue sencillamente apoteósica y superó todo lo imaginable. El espectáculo era de los que hacen reflexionar. Estoy por creer que ni la llegada de un TGV (Tren de Gran Velocidad, puesto recientemente en funcionamiento en Francia), o incluso el aterrizaje de una cápsula espacial, habría provocado mayor entusiasmo, simpatía y curiosidad que la que despertó la arribada de esta pequeña locomotora y sus pintorescos carruajes. Yo no creo que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero sí que el personal, la. humanidad en general, está saturada de ingenios sofisticados, computadoras electrónicas y cohetes interplanetarios y lo que :verdaderamente desea es un retorno a la sencillez original. ¿Y qué más sencillo y primario que una locomotora de vapor? El fuego que arde en sus entrañas calienta el agua y la transforma en vapor que pasa a los cilindros empujando los pistones que, a su vez, accionan las bielas que hacen dar vueltas a las ruedas.

Desde la desaparición de la tracción vapor en prácticamente toda Europa y América, parecía que estas máquinas serían olvidadas con la mayor indiferencia. Curiosamente ha ocurrido todo lo contrario: no sólo recordamos con admiración y nostalgia las que vimos en todo su glorioso apogeo, sino que despiertan el máximo interés en cada vez más amplios sectores de niños y jóvenes que sólo han tenido ocasión de admirarlas en las películas de los Hermanos Marx y Lee Marvin. Los viajes con locomotoras de vapor que organizan las asociaciones de aficionados al ferrocarril tienen un éxito tan extraordinario que sorprenden a las mismas administraciones ferroviarias. Los trenes se llenan de punta a cabo de una multitud entusiasta de mayores y chicos armados con cámaras tomavistas y magnetófonos, prestos a captar las más mínimas manifestaciones vitales del sorprendente y negro monstruo que tira del largo convoy.

El tren de vapor ha muerto, es cierto. Los tiznajos de hollín en las bocas de los túneles y los oxidados esqueletos de algún que otro depósito de agua en una estación remota constituyen los últimos vestigios de su paso; vestigios que el sol y la lluvia, dioses indiferentes, tienden a borrar. Pero también es cierto que el rastro a carbonilla y grasa recalentada que todavía flota en el aire, continúa ejerciendo su especial fascinación sobre la Humanidad civilizada, como lo demuestran bien a las claras las muestras de simpatía y entusiasmo con que ha sido acogida la locomotiva «Mataró», cuyos modestos resoplidos despertaron dormidos ecos de antiguos días de vapor y gloria.

 

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