José Martí - Ferrocarril elevado de Nueva York
(Publicado en "La Nación" de Buenos Aires, el 26 de junio de 1888)
(Remitido por Fernando Grijalvo Lobera, que me consiguió el texto en Cuba. Un millón de gracias)
Nueva York, 6 de mayo de 1888
Señor director de La Nación:
¡Otro muerto en el ferrocarril elevado! ¡Una pobre italiana cortada en dos por la máquina ciega! ¡La sangre de la infeliz chorreando de los rieles, los empleados del ferrocarril recogiendo de prisa en la calle la carne majada! Un día salta el tren del carril, a pesar del guardarriel, y el durmiente de seguridad, y no muere un millar de seres humanos, porque es alta la noche, y el tren va vacío. Otro día caen a la calle, echados por una portezuela abierta de la plataforma, catorce pasajeros, sólo seis se alzan vivos.
Ayer rebotó un tren contra el que venía detrás, aplastó al maquinista, y desventró el carro último y la máquina. Accidentes confesos, sin contar los ocultos, pasan de diez por mes, muchos mortales. El cuerpo entero vibra, ansioso y desasosegado, cuando se viaja por esa frágil armazón, sacudida incesantemente por un estremecimiento que afloja los resortes del cuerpo, como los del ferrocarril. En ninguna otra vía pública es más probable, ni será más terrible, la catástrofe. El primer consejo del médico a su paciente, en cuanto le nota los nervios postrados o el corazón fuera de quicio, es éste: "No vaya Vd. por el elevado". Afea la ciudad; pone en riesgo la vida; abre y cierra el trabajo del día con un viaje entrecortado y estertoroso, que prolonga la angustia de esta vida loca, en la hora en que un medio de transporte más seguro pudiera aliviarla con la distracción y el descanso. ¡No en vano saludan todos los diarios de hoy con júbilo la noticia de que en menos de un mes se habrán comenzado por una compañía honrada los trabajos del ferrocarril subterráneo, con buen plan de aire y sin el temblor de la armazón ni el riesgo de la caída!
La prensa de Nueva York, que en nada se muestra unánime, es unánime en esto. "Importante acontecimiento" llama el "Sun" en el título de su primer editorial a la inauguración de la vía nueva, que por tierra firme y sin humo, ni ruido, ni sacudimiento, ni peligro mortal, llevará la población por una doble vía más rápida la una que la otra, desde el Parque de Castle Garden donde el caserón en que cantó Jenny Lind sirve ahora de apeadero a los inmigrantes, hasta los barrios populares, antes aldeas sueltas, que ya tiene Nueva York diez millas más arriba, del otro lado del río Harlem. El "Herald" dice: "Para su hora no estuvo mal el elevado, como la crisálida no está mal entre la larva y la mariposa. Pero nos echa a perder la ciudad, y es una insoportable molestia. Y luego no es cosa permanente, sino transitoria; y tan fácil de gastarse como fea". Lo más serio de Nueva York entra en la empresa: la compañía deposita cinco millones de pesos para atender a los perjuicios que pudieran sufrir los propietarios timoratos: dentro de pocos años habrán desaparecido de las calles las estructuras del peligroso ferrocarril aéreo, que por donde pasa destruye el sosiego y la hermosura.
Cuatro ferrocarriles, en continuo bufar, arrancan, como del mango de un abanico, del Parque de la Batería, entre cuyos árboles ahora en retoño pasean en grupos conmovedores los inmigrantes recién llegados: los griegos esbeltos, con su chaqueta bordada y sus aretes de oro; un rebaño de piamonteses, con plumas de pavo real en el sombrero de castor; los alemanes con cachucha de hule, pipa de barro y gabán blanco; un grupo de alsacianas, muy apretadas unas a otras; un argelino en su airosa gandura. Y por sobre sus cabezas retumban sobre el pavimento aéreo, entrando y saliendo, las 291 locomotoras que, con mil carros a la zaga, galopan día y noche arriba y abajo de las cuatro avenidas, arrebatando a un vuelo de cuarenta millas por hora su carga de medio millón de pasajeros diarios, sin más sostén que unas columnas de esqueleto de unas quince pulgadas cuadradas, a trece pies una de otra, abiertas por arriba para sustentar la armazón hueca en que sobre durmientes de pino descansan los rieles de acero de Bessemer, con un peso de cincuenta libras por yarda. 11,640 toneladas pesan las locomotoras: 46,000 toneladas pesan los carros, y esa mole humeante de 57.460,000 libras sube y baja en carrera frenética, con su carga de medio millón de almas humanas, por sobre dos hilos de columnas que puede cerrar entre los brazos un niño.
Las columnas no son de una pieza, sino de celosía, como la armazón que soporta encima de ellas el rielaje: en las verticales de las cuatro esquinas van remachados los listones oblicuos que la fortalecen: a veces las columnas son dos, donde el suelo no es muy firme, o el ferrocarril desciende con fuerza de una altura: a veces, como en las cercanías de Harlem, ya no son columnas, sino mástiles de hierro, más delgados que los de los buques, remachados con pernos en las junturas, como si cercenándoles los penachos, se pusieran uno sobre otro, dos, tres, cuatro troncos de palmas: por sobre aquel hilo pasa el tren, rasando en una esquina con el techo de un sexto piso, mirando abajo, como en un abismo, las copas de los árboles: las columnas que sujetan en el aire estos trenes que se despeñan, estas máquinas que corren a escape mordiéndose los talones, estas serpientes, de ojos blancos, verdes y rojos, que doblan, caídas de un lado en la violencia del vuelco, el ángulo de noventa grados, sólo reposan en la tierra por un cimiento de mampostería, donde encaja en una contera de hierro colado, sujeta por pernos de ancla, el pie de la columna; de los ocho millones que el abuso de las vías públicas permite recoger a los 725 accionistas, dueños de las 246,384 acciones, un millón se gasta en reponer la vía cada año.
Alguien dijo una vez que lo único maravilloso del ferrocarril aéreo era que hubiese hecho bajar a tipos ínfimos el valor y consideración de las propiedades urbanas en todo su trayecto y en los alrededores que aturde o afea, sin pagar ni alquiler a la ciudad ni compensación a los propietarios despojados. Esa es una maravilla: y el desdén del peligro es otra. Y ¿cuando caiga desde lo alto de las cuatro palmeras el tren henchido de gente, como ha caído ya una y otra vez, aunque sin pasajeros por fortuna, en la Novena y Tercera Avenida? En ingeniería no tuvo mucho el plan que inventar, ni es cosa que asombre, como asombra, con sus cabezas sepultas en las entrañas de la tierra, el puente aéreo de Brooklyn.
La fuerza de tensión y compresión es mucha, ocho mil libras por pulgada cuadrada: la del sacudimiento es de seis mil: el desvío de los arcos que sujetan una a otra, arrancando de las columnas, las dos vías paralelas, es de un quinceavo de centésimo: la armazón rectangular de celosía, de treinta y tres pulgadas en las dos caras verticales, y como cinco pies de ancho en las horizontales, está hecha a trechos de columna a columna, con un hueco entre los dos trechos vecinos; para cuando con la temperatura se ensanchen o encojan: y para resistir la tensión longitudinal de la vía al detenerse de súbito en las estaciones el tren con todo su peso, no hubo más que clavar, a través de los durmientes transversales de pino, los dos durmientes guardarrieles a las dos barras laterales de la cara del tope de la armazón. Para doblar el ángulo de noventa grados fue la dificultad mayor, sobre todo donde una calle era de cuarenta pies de ancho, y la de la vuelta de a treinta: prolongaron perpendicularmente las dos armazones de la esquina hasta que toparon en el vértice, sustentado por una o más columnas, y llevaron los rieles por toda la vuelta al ras de afuera del ángulo.
Lo que en el elevado hay que admirar es el culebreo atrevido de las curvas en el arranque de la Batería, donde no va de frente sino acostado, encabritándose y caracoleando, tanto que hay muchos neoyorquinos que jamás se atreven a ir hasta el remate de la línea; y luego aquella entrada por la planicie del río Harlem, ya al fin del camino, cuando dejando atrás las avenidas que llena de humo y fragor los barrios de trabajo con sus batallas de carros y montes de cajas; las iglesias antiguas por entre cuyos cipreses pasa ahuyentando las ramas con su resoplido la máquina bufante; el templo colosal que centavo a centavo han levantado, vasto y feo como un cuartel, los curas paulinos, va el tren ya sobre zancos, estentóreo y vertiginoso, por los barrios que se levantan en lo que ayer era lugar de cultivos o páramos desiertos, rodeados de los escombros de la naturaleza, de los troncos derivados para echar en el hueco boqueante de sus raíces los cimientos de la casa, de cerros de roca a medio caer, que miran, como ceñudos y entristecidos, los taladros y locomóviles que les van royendo las plantas.
El tren va ondeando. El ruido, más sonante en la soledad, aumenta el miedo. Los niños se aprietan a sus madres. Los mismos hombres fuertes apartan la cabeza del ventanillo, tocados del vértigo.
Allá lejos el Parque Central echa de la masa parda de árboles el vaho gris que nubla el cielo: una hilera de casas de bella arquitectura vigila solitaria el campo del contorno, lleno de sembrados, enclavado en el trazo de una manzana sin edificar, pero ya limpia a cercén, cruza de borde a borde, como procesión de barbados viejos, entre sus cercas de piedra lo que queda de una que fue alameda noble, que caerá a tierra mañana.
Y vuela el tren, escupiendo y retemblando: a tragos enormes se sorbe las calles: siete pisos tiene esa casa que no llega con el tope al borde de los rieles: ya las estaciones no están a pocas varas de la calle, sino son torres verdaderas, como los elevadores de granos: al fin se llega al término de la vía, que es como un campamento en el aire: los rieles se cruzan, como los hilos de un encaje que hubiera bordado una loca: los cambiavías, con sus señales de colores, se levantan como atalayas entre las máquinas que van acostándose a sus pies, sudorosas y jadeantes: roja como sangre, y negra como muerte es la casa enorme y fea en cuyas entrañas reparan el fuego y el martillo las heridas del hierro fatigado. Las de sus víctimas, las de los que en la precipitación riesgosa de las estaciones aplastan las máquinas, las de los que resbalan sobre los rieles o perecen al embiste del tren que viene atrás, ésas las paga la compañía, favorecida por los tribunales, con treinta y ocho mil pesos al año.
Pero no condenan aquí sólo el ferrocarril aéreo por este peligro personal, aunque sin duda es mayor en esta vía que en todas las demás; ni por la razón local de ser ya insuficiente este tren diario de mil carros, con sus 4,616 empleados que ganan al año $2.080,800 de sueldo; y sus $8.016,887 de producto anual absoluto, y sus gastos de $6.438,713, para transportar cómodamente la población neoyorquina de sus labores a sus hogares; ni por el estrago evidente que el temblor continuo aunque imperceptible del cuerpo en el viaje diario de ida y vuelta causa en la salud física y en la disposición del ánimo; ni por el aumento engañoso del valor de las acciones, sobre el de la propiedad deleznable y cada día menor que representan, puesto que cada día valen menos los hierros cansados y remendados, tanto que aquí nadie calcula que el elevado quede en pie, a menos que no se le reedifique a nuevo costo, dentro de más de diez años; ni por el caso increíble de que una compañía privada y solvente disfrute del uso de las vías principales de la ciudad, sin compensar, con capital contante, o en forma de dividendo, o con un interés fijo sobre la merma de los valores, los daños causados a los dueños de casa en las vías por el demérito súbito e irremediable de sus propiedades.
Cierto es que esta ciudad larga y estrecha, y poblada a tramos, ha podido extender sus fábricas en virtud del ferrocarril elevado, cuando no se pensó, copio no se pensaba en la electricidad, cuando se establecía el gas, en las ventajas superiores de un vehículo menos enemigo de la belleza y tranquilidad de las ciudades. Pero lo que alarma más a los neoyorquinos de juicio, y a toda la ciudad disgusta principalmente, es el ver cómo, con estos monstruos que turban su sueño, calientan su aire y llenan de humo sus entrañas, va perdiendo Nueva York la nobleza y hermosura que convienen a una ciudad celosa de llamar con justicia la atención de los hombres.
La cultura quiere cierto reposo y limpieza, así como la vida doméstica; y no que cuando el orador levanta en la asamblea su voz cargada de razón, o el actor da cuerpo en las tablas a un tipo inmortal, o el abogado prepara en su despacho la peroración del día siguiente, o el padre cansado del trabajo cuenta historias de héroes al hijo que carga en sus rodillas, les ahogue la voz el bufido de la máquina que pasa, o les perturbe el pensamiento el ruido sordo e insufrible que jamás cesa en la vía, o se les entre cargada de chispas por la ventana una bocanada de humo.
Lo más apreciable de la ciudad se va alejando de los centros ruidosos, tanto porque el ruido, que tiene como cierta presencia y es como si se viera lo que lo produce, espanta a las almas artísticas y amigas de su decoro, cuanto porque al favor de las estaciones se congrega, como los gusanos al pie de los árboles, mucha tienda menor y concurrencia poco deseable, que acaban por hacer la vecindad poco propia para casas de vivienda, y más parecida a bazar y campamento.
Donde las cuatro vías del ferrocarril son más apretadas, apenas hay ya más que fábricas, casas de huéspedes, y edificios de pisos para los que no pueden pagar más; y aun por donde es más ancha Nueva York, va quedando privada de sus mejores vecinos, que hasta en la Quinta Avenida y sus alrededores abandonan sus casas, o piensan en abandonarlas para buscar donde sólo de lejos bufa y galopa el ferrocarril, aquel descanso, intimidad y limpieza que hacen la ciudad gustosa a quien la vive y amable a los viajeros.
Pierde la vida íntima mucho de su pudor, y la de la ciudad mucho del recogimiento relativo que le conviene, con esa intrusión constante del ruido brutal en todos los actos y pensamientos.
Y con razón se alarman aquí, a pesar de no ser pueblo principalmente artístico, por el influjo pernicioso que la contemplación constante de una estructura fea en sí, y que lo afea todo a su alrededor, ejerce a la larga en una población que, mientras más numerosa sea, más necesita de vivir en comunicación constante de sentidos con todo lo que naturalmente la convide a la moderación y el orden.
Bien se entiende que están hoy todos los periódicos de fiesta, y no haya uno que no salude al nuevo ferrocarril, aun aquellos cuyos dueños poseen acciones en el ferrocarril elevado, cuyo valor cada día perece con el del material que sólo ha podido pagar buen dividendo por el abuso escandaloso de la propiedad pública y la vía pública. Tal es la angustia en que el ir y venir del ferrocarril elevado pone a quien por desdicha haya de viajar mucho en él, o tenerlo de cerca, que no parece a veces, sobre todo en los meses de calor, que atraviesa el aire sobre sus rieles suspendidos, sino que ha hecho túnel de la cabeza vacía, y atraviesa el cráneo.