Miguel Roig - Soy ciego y hoy comienza la primavera
Director Creativo Ejecutivo de Saatchi & Saatchi
# 2008
En la portada del libro
Por las calles de una ciudad devastada por la guerra, un grupo de niños reunidos cerca de un campo de fútbol le avisa de que hay minas por los alrededores. Una mujer le acusa de haber matado a su marido. Se pregunta si el hombre que avanza sobre un carro tirado por un burro es el mismo individuo al que busca su comandante por contrabando de explosivos. Grafitis en árabe sobre los muros de los edificios le hieren con sus letras extrañas. ¿Cómo reaccionar? Le quedan cinco minutos. Su radio le recuerda que hay que actuar rápido. Se acuerda de su misión: "Desconfíe de todo y de todo el mundo. No crea nada ni a nadie. Pero que sepan que está ahí y en guardia". No es el guión de una película bélica. Es un videojuego sobre el entrenamiento de los soldados americanos en Irak. Fue concebido por el Institute for Creative Technology, un centro de investigación fundado en 1999 por el Pentágono en la Universidad de California del Sur. Objetivo: poner al servicio del Pentágono la experiencia de Hollywood a fin de desarrollar nuevas técnicas de entrenamiento. En el momento de su creación, el secretario de Defensa Luis Caldera no ocultaba la ambición del nuevo instituto: "Vamos a revolucionar la manera de entrenar a los soldados".
Editado por Península |
El prólogo es de Miguel Roig. Sigue el texto.
Hace algunos años estaba en Rosario, Argentina, visitando la catedral de la ciudad, cuando de repente, sentí un leve mareo que me obligó a tomar asiento. A medida que recuperaba el tono vital, me quedé observando la arquitectura del templo: la superposición de épocas y estilos. El altar mayor, neoclásico, construido con mármol de Carrara y traído por partes desde Italia en el siglo diecinueve; otro, gótico, más pequeño, desplazado a un lateral cuando fue reemplazado por el anterior; la cúpula bizantina original del dieciocho. En fin, diferentes edades de la Iglesia relacionadas unas con otras en una misma estructura. Entonces, pensé: ¿y si en lugar de un tenue mareo me hubiera desvanecido unos instantes y al recuperar la conciencia no consiguiera, a primera vista, situarme?
La dispersión se hizo cargo del interrogante.
Me podría encontrar en una iglesia de Granada o de Lima; en la catedral de San Patricio en Dublín o en la de La Habana, o en la metropolitana de Ciudad de México o en la de Southwark en Londres. Todas las posibilidades estaban abiertas.
La analogía con un mall americano fue inmediata.
De Seattle a Santiago de Chile y de Dubai a Barcelona, el modelo del mall – cuyo sistema de organización podemos encontrar también en los aeropuertos y en algunas áreas de las grandes ciudades como la City de Londres o la de Buenos Aires, el Azca de Madrid o La Défense de París – es similar al modelo de globalización que desarrolló la Iglesia. Todos los centros comerciales son iguales, en todos encontraremos un Starbucks, tiendas de Calvin Klein y Gucci, un McDonald’s y un Burger King, cadenas de restaurantes italianos, chinos y japoneses, y, por supuesto, cines multiplex.
¿Cómo consigue articular la Iglesia semejante red a través de los siglos y convertirse en una especie de avant garde del movimiento global de la economía?
La lectura de Storytelling de Christian Salmon puede echar luz sobre esta pregunta, ya que de alguna manera se puede leer el éxito de la Iglesia a través de una historia que es el eje de su dogma y que viene contando a lo largo de los siglos de su existencia.
En primer lugar, la historia del mundo, que ha dado pie a la teoría creacionista, tan en boga en la era de Bush, y luego la historia de Cristo, el redentor, ambas enlazadas en un final esperanzador en el que todos se salvan – los justos por su propia condición y los pecadores a través del arrepentimiento –: el juicio final.
Todos los días hay misa. La feligresía, en forma masiva, cumple con este ritual, al menos, los domingos. La misa gira en torno a la historia central: la pasión de Cristo, su muerte y su resurrección. Durante la ceremonia el sacerdote lee un pasaje bíblico que evoca algún momento de la vida de Cristo; acto seguido, la narración de la historia da pie a emitir un sermón que sirve para incorporar este relato a la propia experiencia de los creyentes. Pero eso no es todo. El proceso pedagógico culmina con el instante cumbre de la liturgia que consiste en alimentarse literalmente del cuerpo de Cristo, a través de la comunión, ingiriendo una oblea que representa su carnalidad. Esta sería la expresión suprema de la asimilación – y la eficacia – de una historia.
No es casual, me parece, que la práctica del storytelling como sistema para imponer ideas, generar sentido y controlar las conductas, se haya originado en Estados Unidos, que es uno de los países más religiosos del planeta. En toda la historia social y política del país, el factor religioso está vivamente presente. Y lo está, en esta nueva expresión del capitalismo, en el que interactúan la religión, la economía y la política.
El storytelling, entonces, se erige, usando una definición que Christian Salmon ofrece en este brillante libro, en un ‘arma de distracción masiva’ que, como ocurre con las Escrituras, no admite el status de ficción: se trata de una manera distinta de gestionar los relatos para utilizar la narración como una manera de convencer y movilizar la opinión.
En sus Mitologías, Roland Barthes ya da muestras a finales de los años cincuenta, en el caso concreto de la religión y de la astrología, de ‘historias’ que intentan ordenar y orientar las ideas y la conducta. Le llama la atención a Barthes, viendo la sección del horóscopo de la revista Elle, que ni una sola de las ‘predicciones’ estimulan ni alimentan ninguna trasgresión al orden establecido; al contrario, lo confirman. Jamás se habla del salario, por ejemplo, ya que “el salario es lo que es y permite la vida”. Entonces, se pregunta Barthes, si no hay compensación onírica en estas historias, ¿para qué sirven? Para exorcizar lo real, nombrándolo; su función es objetivarlo sin desmitificarlo. En otra entrada, Barthes habla sobre el mito de los seres extraterrestres y la existencia de vida en Marte. En todas las historias, Marte aparece como una Tierra idealizada, perfecta. Y por supuesto, esta perfección incluye la religión como uno de los ejes del orden establecido. En el colmo del paroxismo, un periódico francés, Le Progrès de Lyon, afirmó al respecto: “es inconcebible que seres que alcanzaron tal grado de civilización como para poder llegar hasta nosotros por sus propios medios sean paganos. Deben ser deístas, reconocer la existencia de un dios y tener su propia religión”.
Uno de los méritos del libro de Christian Salmon es esclarecer el sentido de las historias que nos cuentan y arrojar luz sobre un gran malentendido: nosotros no construimos las historias, o mejor, no somos autores de su sentido: este viene dado y muy acotado para que no lo forcemos ni cambiemos.
En los manuales de marketing que abordan el tema, se advierte falazmente sobre la autonomía del receptor y de su capacidad para moldear las historias a través de los distintos canales tecnológicos que posee, principalmente, la red. Se habla de mensajes líquidos y deformables, otorgándole al target una alta capacidad de distorsión de la historia. Salmon demuestra exactamente lo contrario: cómo un relato bien construido es capaz de internalizarse en la audiencia, construir sentido y camuflarse en el mundo real. Por supuesto que esto requiere pericia, capacidad de respuesta y reconocer la caducidad de los relatos a tiempo para sustituirlos por otros.
El presidente Ronald Reagan, paradigma del uso del storytelling, lo tenía muy claro según nos cuenta Salmon. En una rueda de prensa, en la que alimentaba con sus respuestas la denominada line of the day, la historia del día, le dijo a un periodista que pretendía romper su discurso: “Si contesto a esa pregunta, ninguno de vosotros dirá nada sobre aquello por lo que estamos aquí hoy. No voy a darle una información diferente”.
Esta contestación nos deja perplejos y no tanto por negarse a responder, sino por el argumento que ofrece y con el que avala su actitud (antecedente de una manera aún más radical de una práctica que hoy se ha hecho cotidiana y que pretende una garantía total para la salud de los relatos: las ruedas de prensa que ofrecen los mandatarios en las que no se aceptan preguntas por parte de los periodistas, simplemente se les convoca para que tomen nota de las declaraciones que se harán en la misma).
Otro caso curioso que menciona Salmon es el de Bill Clinton, quien a diferencia de Reagan ha llegado a creerse sus propios relatos, como una víctima del síndrome de Estocolmo, al punto de contarlos en situaciones en las que decir la verdad le serviría mejor. Posiblemente, al alcanzar el éxito valiéndose de las historias, Clinton las ha incorporado definitivamente porque su manera de construir sentido está indisolublemente vinculada al éxito; poco o nada importa ya su relación con lo real.
Christian Salmon nos habla de un giro curioso en la vida democrática de los últimos veinte años: el concepto de la campaña electoral permanente. En estos tiempos en los que la política está predeterminada por los mercados y los mandatarios se someten a su designio, tiempos de un silencio político sobre lo real, la voz de los políticos necesita contenidos. Se hacen necesarias ‘historias’ que permitan elaborar un relato desde el poder que, como Clinton explica sin velos en Mi Vida, donde cuenta sus memorias – y recoge Salmon –, en tanto poder, ha perdido su capacidad de decisión o de organización: “el presidente es un guionista, el realizador y el principal actor de una secuencia política que dura el tiempo de un mandato, al estilo de las series de gran audiencia como 24 o The West Wing”.
En España esta situación se torna tangible al cotejar las administraciones de los presidentes Aznar y Rodríguez Zapatero que se diferencian por la concepción de los derechos civiles – arraigados a la Iglesia en el caso de Aznar y concebidos en términos laicos y socialmente abiertos al reconocimiento de todas las minorías en el caso de Zapatero – pero guardan buena sintonía en el plano económico. Aunque quizás el paradigma de este fenómeno se puede constatar en el Reino Unido, donde tanto los tories como los laboristas, a través de Margaret Thatcher y Tony Blair, han convergido en la defensa de las líneas maestras del mismo modelo.
El concepto de campaña electoral permanente abreva en el clásico esquema del folletín; the line of the day que le preparaban al presidente Reagan. El atentado islamista del 11-M llevó al Partido Popular a escribir una historia en la que se vinculaba al terrorismo vasco en la trama y, en un total salto al vacío, incluía al PSOE no sólo como beneficiario de aquellos sucesos, sino como un actor secundario del atentado, ya que este hecho facilitó su triunfo en las urnas. Día a día, hasta casi el final de la legislatura, incluso después de que la sentencia del juicio desbaratara cualquier vinculación de ETA en los hechos, el Partido Popular insistió con su historia, que se pudo seguir como un verdadero thriller por entregas en el periódico El Mundo, uno de los tantos altavoces de esta narración. ¿Por qué no convenció esta historia, seguida por los españoles con atención más allá de sus adhesiones políticas? Al margen de su cuestionable vínculo con la realidad – rasgo absolutamente ajeno al storytelling – la historia no prosperó porque su triunfo hubiera puesto en juego el sistema, ya que atacaba directamente a la línea de flotación de uno de los dos partidos que controlan el espectro político español. Su final era previsible – lo cual no le quitó fuerza dramática, del mismo modo que no le quita tensión a la serie 24 saber que el héroe, Jack Bauer, siempre consigue sus propósitos – pero lo curioso es que su argumento parecía escrito por el propio Partido Socialista, ya que su puesta en escena le permitió ocultar, por ejemplo, la caída del salario real durante esa legislatura. El Partido Popular no entendió lo que sí comprendió el Partido Demócrata en el año 2000, cuando de manera dudosa George W. Bush le ganó las elecciones a Al Gore. Por buena que fuera la historia que contaran para deslegitimizar la victoria de Bush, el sistema no ampararía ese relato. Al tiempo que los españoles consumían la historia de la conspiración, de manera atenta pero sin internalizarla, se fortalecía otro relato, el del presidente Zapatero que, con buenos modos y escuchando el consejo del politicólogo irlandés Philip Petit, se abría a su vez en múltiples historias: el de las minorías sociales, como por ejemplo, el colectivo de gays y lesbianas, que irrumpió con un relato muy sugerente entre los jóvenes: el de la nueva familia.
La paridad laboral entre hombres y mujeres, empezando por el propio gabinete del presidente con igual número de ministros y ministras; el casamiento homosexual con toda su secuela mediática; la conspiración del 11-M. Todo se puede contar, día a día, mejorando la historia, sustituyéndola por otra o cambiando los personajes, igual que en un folletín.
En esta dirección, el novelista y ensayista argentino Ricardo Piglia, en un artículo sobre las relaciones entre el psicoanálisis y la literatura, apunta, citando a Vladimir Nabokov, que el psicoanálisis genera mucha resistencia pero también mucha atracción, ya que en medio de la crisis de la experiencia, todos aspiramos a una vida intensa. Dice Piglia: “en medio de nuestras vidas secularizadas y triviales, nos seduce admitir que en un lugar secreto experimentamos o hemos experimentado grandes dramas, que hemos querido sacrificar a nuestros padres en el altar del deseo y que hemos seducido a nuestros hermanos y luchado con ellos a muerte en una guerra íntima y que envidiamos la juventud y la belleza de nuestros hijos y que también nosotros (aunque nadie lo sepa) somos hijos de reyes abandonados al borde del camino de la vida”. Para Nabokov, el psicoanálisis es un puente que nos vincula con las grandes tragedias y las grandes tradiciones, un procedimiento clásico del melodrama y de la cultura popular: “el sujeto es convocado a un lugar extraordinario que lo saca de su experiencia cotidiana”. Manuel Puig, quien ha elaborado todas sus ficciones bebiendo en los folletines, los seriales y el cine romántico, sostenía que el inconsciente tiene la estructura de un folletín.
Parece natural el hecho de que todos necesitemos una historia. Nuestra propia historia. Como adultos que somos, forjamos nuestro propio sentido o nos apropiamos de historias ajenas más allá de su sentido. Sobre esta vulnerabilidad se apoya la estrategia del storytelling.
Hay un pasaje en la vida de Franz Kafka que lo ilustra y ayuda a entender la necesidad que tenemos de narrarnos a nosotros mismos, más allá de la autoría de la historia y de su vínculo con lo real.
La historia es recogida por Paul Auster en su novela Brooklyn Follies y por el escritor Jordi Sierra i Fabra en Kafka y la muñeca viajera.
Kafka llega a Berlín en el otoño de 1923, pocos meses antes de su muerte. A pesar de la enfermedad y el clima político reinante en Berlín, está feliz, ya que se encuentra con su compañera Dora Diamant, una joven polaca que se ha fugado con él. A diario dan paseos por el parque y una tarde la pareja se topa con una pequeña niña llorando. Kafka le pregunta qué le ocurre y la niña le contesta que ha perdido su muñeca. Kafka, conmovido, se sienta junto a la niña y le cuenta que su muñeca se ha ido de viaje. La niña se niega a creer la historia, pero Kafka le dice que la muñeca le ha escrito una carta donde le cuenta lo que ha sucedido y que al día siguiente, cuando vuelva al parque, traerá consigo la carta. La niña queda expectante y Dora Diamant dice que al llegar el escritor a casa se puso inmediatamente a escribir la carta con la misma obsesión, gravedad y tensión que cuando componía su propia obra. Kafka va al parque y le lee la carta a la niña. La muñeca aduce que necesitaba un cambio de aire, que ya era hora de conocer un poco el mundo, encontrar nuevos amigos y que por eso deben separarse una temporada; no es que haya dejado de querer a la niña, al contrario, y para demostrarlo le escribirá todos los días una carta para ir contándole todo lo que le va sucediendo en su viaje.
Día a día, durante tres semanas, Kafka irá construyendo una historia que va leyendo a la niña. La muñeca crece, conoce gente, vive aventuras diversas que entretienen a la pequeña, y si bien en cada carta da pruebas de afecto, poco a poco su vida se va complicando de tal manera que el regreso se hace cada vez más difícil. Kafka va preparando a la niña para el cierre de la historia. Finalmente, Kafka le encuentra un novio a la muñeca y la casa. Cuenta a la niña los preparativos de la boda, la fiesta, la casa donde vivirá la pareja, la intención de tener muchos niños y, lo más importante para integrar a la niña en la historia, la seguridad de la muñeca de que la pequeña en muy pocos años seguirá el mismo camino vital.
Paul Auster o, mejor dicho, el narrador de su novela concluye que la niña supera el trauma al apropiarse de la historia y recalca la necesidad de poseer una historia personal. Si bien el hecho real es que somos propensos a consumir y apropiarnos de historias con las que nos identificamos, el giro que le da Auster está más en el registro de un manual de autoayuda que de una ficción, ya que asegura – el narrador de Brooklyn Follies – que “la niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir”. Un spin doctor se entusiasmaría al leer esta conclusión, ya que como afirma John Anthony Maltese en su libro Spin Control , citado por Salmon, la Oficina de Información y Comunicación de la Casa Blanca, “contribuía [en el período del presidente Reagan] a crear una contra-realidad. La idea era desviar la atención de la gente de las apuestas esenciales creando un mundo de mitos y de símbolos a fin de que se sintieran bien con ellos mismos y su país”.
Siguiendo la lectura de la gestación y gestión de las historias por parte de los actores del poder, según nos cuenta Salmon, a la conclusión que llegamos es que, mediante el storytelling se intenta suplir nuestras pérdidas cotidianas con buenas historias.
El mismo tema lo toca con mucha lucidez Tommy Lee Jones en su película Los tres entierros de Melquíades Estrada, escrita por Guillermo Arriaga. Pete, el protagonista contrata a un mexicano ilegal, Melquíades, de quien se hace amigo. La acción transcurre en Texas, cerca de la frontera con México, en el desierto poblado de ganado, guardias y violencia. Melquíades le cuenta a Pete su historia, le enseña una fotografía en la que está retratado junto a su mujer y sus hijos y le pide algo: si muere, que lleve su cuerpo al pueblito de México del que proviene y en el que vive su familia. Ya sabemos que Melquíades va a morir y el trazo moral de Pete también nos lleva a suponer que llevará su cuerpo junto a los deudos. Lo que ignoramos, y Pete también, es que la historia que ha contado Melquíades es una fábula. No hay familia ni casa: el mapa que Pete tiene lo lleva a ninguna parte. Pero Pete no lo acepta y convierte ese sitio en un lugar mítico en el que entierra a Melquíades. Pete no tiene historia y se apropia de la de Melquíades, quien sí la tiene, y de una arquitectura tan perfecta que hasta cuenta con una fotografía – obra de la casualidad – para anclarla en la realidad.
Los tres entierros de Melquíades Estrada es la versión radical de la práctica cotidiana de ponernos en el centro de una historia que no es la nuestra pero a la que estamos expuestos. Es la historia de una enajenación: lo que cuentan Tommy Lee Jones y Guillermo Arriaga es la epifanía de un personaje desde una situación social dura y a veces extrema hasta la locura. Es lo que el narrador de Auster define, ingenuamente, como aquel estado en el que “una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia”.
A finales de los años ochenta viví una experiencia que, vista desde hoy, bajo el influjo que me ha producido la lectura del libro de Christian Salmon, cobra un sentido muy particular. En aquella época yo trabajaba en una agencia de publicidad en Buenos Aires. En el hall de la misma, cuando uno entraba, podía leer una muy breve historia que estaba escrita en la pared. Era muy corta y clara, además de apócrifa. Contaba que un redactor publicitario, camino a su trabajo, atravesaba todas las mañanas el Central Park y dejaba una moneda en el sombrero que un mendigo había puesto a sus pies, junto al cual había un cartel en el que se leía SOY CIEGO. Un día, rumbo a la agencia, el redactor le dijo al ciego: hoy no te voy a dejar una moneda, hoy voy a escribir algo en tu cartel. Al atardecer, el redactor, al volver a cruzar el parque rumbo a casa, le preguntó al ciego cómo le había ido durante la jornada. Ha sido increíble, le contestó, me han llenado el sombrero de monedas; dime una cosa: ¿qué has puesto en el cartel? SOY CIEGO Y HOY COMIENZA LA PRIMAVERA, le contestó el redactor.
El efecto que provocaba esta pequeña historia tanto en los clientes como en los empleados de la agencia era extraordinario. A los primeros les reconfortaba saber que su comunicación estaba en manos de gente capaz de expresar de esa manera el carácter y la forma de su trabajo, y a los creativos los estimulaba y de alguna manera incitaba a dar más de sí, sin contar con el valor moral que todos adjudicaban al relato. Y se trataba simplemente de un breve texto, una simple historia pintada en la pared y que llevaba apenas un par de minutos leer. Pero tal era su influjo que, al igual que le ocurría al propio presidente Clinton con las historias que le escribían, todos la daban por verdadera.
Si bien en la publicidad este modelo no se impondrá hasta los años noventa, hay antecedentes notables. Uno de los más famosos pertenece a McDonald’s cuando en la década de los setenta ve como la gente joven abandona sus locales por considerarlos reductos infantiles y adolescentes, impropios de jóvenes que entran en la adultez y se sienten atraídos por otros escenarios sociales. ¿Cómo recuperarlos? En esa época imperaba aún el valor del producto y la marca a través del logo apenas comenzaba a asomarse en el mundo del marketing. Toda la comunicación giraba en torno a la performance y el beneficio del producto. Agotados, en esa instancia, estos argumentos, McDonald’s tiene la habilidad – y la intuición – de apelar a las historias para atraer a esa audiencia. Hace spots en los que cuenta las cosas buenas que han ocurrido en sus locales: en un McDonald’s has conocido a tu primera novia o novio, en un McDonald’s es donde te has sentado por primera vez alrededor de una mesa, fuera de casa, con tus amigos y así, en ese tono, narra muchas historias de vida que conmueven a los jóvenes a los que se dirigen y consiguen que regresen a sus restaurantes.
Barthes, analizando la publicidad de los detergentes, decía que la proliferación abundante de la espuma, “casi infinita, permite suponer en la sustancia donde surge un germen vigoroso, una esencia sana y potente, una gran riqueza de elementos activos en el pequeño volumen original. La espuma inclusive puede ser signo de cierta espiritualidad en la medida que se considera al espíritu capaz de sacar todo de nada, una gran superficie de efectos con pequeño volumen de causas”. Barthes se refería a un spot de detergente Omo, décadas atrás, donde el criterio imperante era demostrar el buen resultado del producto. De allí la espuma, como un símbolo del trabajo del detergente sobre la suciedad y su posterior eficacia. Pero, como bien explica Salmon, todo lo que pueda contar el producto o la marca ha desaparecido en función de una historia, una experiencia que construye el sentido del consumidor. Hoy, el spot que anuncia el detergente Omo poco tiene que ver con la efectividad contra las manchas sublimada por la espuma de los sesenta y más aún, hasta los primeros noventa. En el Reino Unido se está emitiendo actualmente un spot en el que vemos a un robot salir al jardín de una casa. Según avanza, el robot va descubriendo lombrices, la textura de las hojas, y finalmente la lluvia lo sorprende y lo empapa. Mientras esto sucede, el robot, poco a poco, se convierte en un niño. Primero vemos sus piernas, luego las manos y al final, bajo la lluvia, abandona los últimos lastres metálicos y revolcándose en un charco, vemos a un niño de unos ocho años jugando con el barro y el agua. Una línea de texto nos informa: “Cada niño tiene derecho a ser un niño”. Hasta aquí, ¿de qué va esta historia? Es un niño, viviendo su propia experiencia, desde la fantasía de ser un robot hasta descubrir la naturaleza que le rodea. Una peripecia, si se quiere iniciática, porque va del encierro intelectual al descubrimiento y posterior experiencia con los elementos. Una nueva línea de texto cierra el spot: “La suciedad es buena. Omo”. En esta comunicación no se ve el producto ni tampoco el beneficio. Pero al consumidor, un padre o una madre, se le cuenta una manera de formar a los niños; trata, de alguna manera, de abonar con esta historia su papel de educadores; construye su sentido como padres.
Hace unos pocos años la compañía BMW puso en circulación una arriesgada comunicación de sus coches en España. La película era extremadamente sencilla. Mediante una imagen subjetiva de un conductor se veía una mano que, fuera de la ventanilla, jugaba con la brisa según avanzaba el vehículo. No veíamos ni al conductor ni al automóvil, solo la mano que jugaba armoniosamente mientras se sucedían distintos paisajes. Al final, una voz muy tranquila nos preguntaba: “¿Te gusta conducir?”, y después, fugazmente, salía el logo de BMW. El éxito fue arrollador, tanto en construcción de imagen de la marca como en las ventas.
BMW no estaba vendiendo un coche, ni siquiera lo estaba enseñando. ¿Para qué? Si todos los coches son iguales, ofrecen casi las mismas prestaciones, iguales dispositivos de seguridad, similares garantías, entonces, ¿cómo diferenciarse de la competencia? Ofreciendo una experiencia al consumidor, contándole una historia que le ofrezca un sentido. En este caso, recuperar el placer de conducir de una manera que nadie lo había hecho hasta ahora. Porque al que le hablan no es al adulto, le hablan a la parte de la infancia que ese adulto conserva. La mano flotando a merced del viento mientras el coche avanza es la mano del niño que va sentado detrás de su padre mientras este conduce. Esa es la razón por la que no vemos al conductor. Y tampoco vemos al coche para que la experiencia del recuerdo sea total y las ganas de volver a vivirla, hacerla realidad, también. Como dice Salmon, la mayoría de las historias no están dirigidas al intelecto, sino al niño que aún conservamos dentro.
Los relatos, las historias, utilizadas en todos los escenarios imaginables, desde la economía a las fuerzas militares, de la empresa al derecho (señala Salmon que un juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, en un coloquio, justificó el uso de la tortura apoyándose en la conducta del protagonista de la serie 24: “Jack Bauer salvó cientos de miles de vidas en Los Ángeles con información obtenida en ‘interrogatorios enérgicos’, ¿vamos a condenarlo?”), de la psicología al marketing, de la política a las ciencias sociales, en fin, en todos los campos el storytelling crea una realidad virtual. Pareciera que, de repente, hemos perdido la autonomía de nuestro propio imaginario y nos hemos convertido en víctimas masivas del síndrome de Emma Bovary: incapaces de elaborar nuestra propia historia, delegamos esa potestad y construimos sentido con una experiencia dada; acumulando vivencias de un surtido empírico ajeno a nuestra realidad.
En Palmeras Salvajes de William Faulkner, uno de los personajes es un presidiario que luego de una gran inundación se encuentra fortuitamente fuera de la cárcel. Es un joven condenado por un robo que no llegó a concretar ya que fue arrestado ni bien subió al coche del tren donde se suponía que debía estar el oro y la caja fuerte. El presidiario no culpaba a los policías que habían evitado el saqueo, tampoco a los abogados que pudieron equivocarse en su defensa o al juez que podría haber sido injusto con la pena. A quien culpaba era a los escritores de todos los cuentos, novelas por entregas y folletines que había leído durante años de manera obsesiva y bajo cuyo influjo había preparado el golpe y que ahora consideraba que lo habían empujado a llevarlo adelante, presa de su ignorancia y credulidad. Finalmente, desecha la posibilidad de fuga y regresa a la cárcel, ya que allí estaba a salvo de las historias.
Emma Bovary se suicida porque no entiende; el presidiario de Palmeras Salvajes se condena porque comprende el engaño que ha sufrido pero no tiene valor ni sabe cómo construir una historia propia que lo redima.
Después de leer Storytelling de Christian Salmon, se me ocurre que estamos más cerca del personaje de Gustave Flaubert que del creado por Faulkner, a pesar de que Salmon sugiere que el storytelling no anuncia el regreso del mundo orwelliano. No es una lectura optimista de Storytelling; si lo fuera, en esta coyuntura, se trataría de un texto de autoayuda y, lejos de ello, Salmon da cuenta de lo que está sucediendo y nos incita, tomando como ejemplo un manifiesto de Lars Von Trier, a “desenfocar”: ver sin mirar.
No es sencillo. Como no lo es la aventura de construir un sentido propio, pero de eso se trata y Salmon nos estimula a hacerlo.
Miguel Roig escribe en Página 12...