Pilar Bonet - La sal
Sobre el desecamiento del mar de Aral y el cambio climático que ha provocado en el centro de Asia
Nukús, julio de 1989-Tashkent, agosto de 1990
En el Asia Central soviética está naciendo un nuevo desierto. De forma sigilosa pero implacable, una arenilla fina que deja una película salada en el rostro se extiende por la superficie menguante del mar de Aral y es transportada por el viento hasta muy lejos de allí.
El Aral era el cuarto mar interior de la tierra. En las enciclopedias y los libros de geografía lo describen todavía como una masa de agua situada entre las repúblicas federadas soviéticas de Kazajstán y Uzbekistán y la república autónoma de Karakalpakia. Dos grandes ríos asiáticos, el Amú Dariá y el Sir Dariá, vierten su caudal en él.
Los libros de geografía se han quedado desfasados. El Aral se ha encogido e incluso se ha escindido en dos. Los astronautas soviéticos ya avisaron del peligro, detectado desde el espacio. Los ecólogos advierten, con las cifras en la mano, que la desaparición del Aral supone una tremenda catástrofe que va a desertizar el Asia Central soviética, un territorio que, sin contar con eso, se ve aquejado de múltiples males, entre ellos una industria poco desarrollada y una población que se reproduce como ninguna otra en la URSS.
Los terrenos áridos y agrietados que cede el Aral, de los que comienzan a enseñorearse la fauna y los microorganismos del desierto, son un testigo de cargo contra la actuación del poder soviético en Asia Central en los años sesenta y setenta.
El Aral es la víctima de un insensato sistema de planificación que sacrificó los huertos y frutales, mimados durante siglos, al monocultivo del arroz y del algodón; de un sistema que potenció el regadío de miles y miles de hectáreas a toda costa y que no vaciló en usar abonos, pesticidas y defoliantes a toneladas para conseguir una mayor productividad. La lógica del sistema le quitó el agua al Aral para devolverle unos residuos envenenados. La lógica del sistema anegó los campos e hizo emerger la sal de las entrañas de la tierra.
La república autónoma de Karakalpakia, uno de los territorios más pobres de la URSS, es muy probablemente la región que más va a sufrir por la desaparición del Aral. Karakalpakia está sufriendo ya, porque tiene tasas de mortalidad infantil que baten récords, porque sus niños sufren raquitismo y avitaminosis, y sus mozos no dan la talla para el servicio militar. Las mujeres de Karakalpakia tienen anemias que minan sus defensas para salir de laberintos culturales marcados por el islam que, a menudo, acaban con la autoinmolación en la hoguera
Para los hombres y mujeres de Karakalpakia, la agonía del Aral es una cuestión de identidad, pues la arena se está tragando el mundo en que han vivido. Los karakalpakos fueron pescadores y todavía hoy conservan la caña de pescar en el trastero y, tal vez, olvidada en la alacena, alguna que otra lata de los sabrosos pescados del Aral, latas sin fecha de caducidad que hoy parecen un mensaje de otro mundo. Los karakalpakos gustan de recordar, no sin cierta amargura, que Lenin pidió ayuda a los pescadores del Aral para acabar con el hambre en el Volga en los años veinte.
Los karakalpakos son capitanes de cargueros o responsables de puertos que ya no existen. Son hombres y mujeres que conservan en sus relaciones la inercia de un tiempo pasado. Parecen vivir en un espejismo. Miran hacia el cielo, hacia el río Amú Dariá o hacia los lejanos ríos de Siberia y esperan un milagro que haga posible el agua. Miran el sol tórrido del mediodía e, impotentes, se esconden hasta el atardecer en la penumbra de sus casas, como si estuvieran convirtiéndose ya en una nueva especie animal adaptada al desierto.
Nukús es la capital de Karakalpakia y es una ciudad remota. Lo remoto en ella no depende de la distancia física que la separa de otras ciudades, sino de sus coordenadas interiores, que se sitúan más allá de los espacios tangibles. Nukús está lejos porque sus habitantes están sumergidos en un espacio irreal, en un universo que en parte ha dejado ya de existir. Nadie llega aquí por placer. Hasta 1989, la ciudad estuvo cerrada a los extranjeros. No había motivos estratégicos para ello. Los únicos motivos eran la pobreza y la vergüenza. Nukús no recibe turistas, ni siquiera turistas soviéticos. No está en ninguna de las penosas rutas de Inturist (la agencia estatal de turismo de la URSS) por el interior del país.
De día, la temperatura en Nukús supera los 40 grados y el sol hace brillar la alfombra de sal que cubre la tierra. Los jardines de Nukús son una avanzadilla del desierto. De noche, las ranas croan en las acequias fétidas, y de los bloques de viviendas, que apenas han dejado de ser barracas, salen los vecinos sudorosos y deshidratados para respirar un poco de aire fresco. Las noches de Nukús están llenas de sombras que se esconden durante el día.
Entre las sombras está Gulaita Esmuratova, la esposa del académico Kamálov, que pacientemente borda a punto de cruz el rostro del poeta Pushkin, mientras critica la bigamia que practican algunos de los hombres más respetados de la localidad. Gulaita pertenece a la generación de mujeres asiáticas para las que el comunismo soviético fue un factor de liberación. Su militancia comunista y su pasado de rica heredera de una noble familia musulmana se han fundido en una única amalgama singular. Esmuratova luchó para que se aboliera el kalim, la dote que todavía se paga por las novias en Asia Central. Gulaita escribe sobre las mujeres de Karakalpakia, junto las estampas de una Virgen María con el Niño y una Venus desnuda.
«Vosotras, las occidentales, vosotras sí que sois libres», dice. «Os envidio. Aquí nada de lo que hacéis es posible».
Entre las sombras está el cuidador del museo, un jubilado que no se pudo casar con la mujer que amaba porque no tenía suficiente dinero para pagar el kalim. Y está la esposa de Orazbái Abdirajmánov, cuya amiga se ha colgado de una viga porque el hombre con quien acababa de contraer matrimonio no la hacía feliz. Entre sombras se teje la vida cotidiana de Nukús.
Al escritor Orazbái Abdirajmánov le conocí en Moscú en otoño de 1988. Participaba en unas jornadas sobre el mar de Aral en las que se pretendía sacar conclusiones sobre la expedición organizada por la Unión de Escritores de la URSS por todo el territorio asiático afectado por la catástrofe ecológica del Aral. Fue el principio de una relación que continuó en Nukús y en Tashkent.
Orazbái Abdirajmánov comprendió que la situación era muy seria, posiblemente irreversible, cuando su anciana madre comenzó a rechazar las infusiones de té negro que eran su bebida cotidiana. La madre de Orazbái estaba enferma de cáncer y se quejaba de que el té estaba salado. Murió en diciembre de 1981. Aquél fue un año muy difícil y hasta las vacas de los sovjoses y koljoses vecinos a Nukús rechazaban el agua que salía de los pozos. Junto a Nukús, cargada de productos químicos, discurría la corriente del Amú Dariá rumbo al mar de Aral. Una parte del caudal se había quedado más arriba, en los embalses y en los campos que el Amú Dariá recorría antes de llegar a Karakalpakia. Hasta hoy, el agua es motivo de disputa entre los pueblos ribereños de los ríos asiáticos. Cuando del agua se trata, no hay solidaridad entre los uzbekos, los turkmenios y los karakalpakos. Quienes viven más cerca de la desembocadura tienen que contentarse con lo que disponen los pueblos más cercanos al nacimiento del río.
Más adelante, fueron los hijos de Orazbái quienes se negaron a beber su infusión matutina. Ellos también encontraban salada el agua y andaban todo el día con la boca reseca buscando un líquido que mitigara su sed.
La desgracia no había llegado de repente, pero Orazbái la percibió de forma personal tan sólo cuando su madre rechazó el té. Hacía varios años que Orazbái había dejado la pesca, una de sus ocupaciones favoritas, porque ya no había qué pescar en el mar de Aral, adonde Orazbái y su familia solían acudir todos los veranos. Tomaban la avioneta de línea desde Nukús a Muinak y luego hacían el resto del trayecto en coche hasta la costa. Orazbái nunca creyó que la catástrofe le tocara tan de cerca, que afectara a su vida como lo ha hecho.
En Muinak repintan cada año el letrero que da la bienvenida al mar de Aral, pero Muinak se aleja cada día más y más de la costa del Aral.
«Somos gente en salazón, gente en salmuera», exclama Orazbái apurando ávidamente el agua mineral que el forastero ha traído desde lejos. «Siempre tengo sed, una sed insaciable...».
Orazbái nunca ha visto una botella de agua mineral occidental como mi envase de litro y medio comprado en una tienda de divisas de Moscú. «¿Resiste bien?», pregunta golpeteando el plástico con los dedos.
Orazbái es un descendiente de las Hordas Blancas, una de las ramas de los mongoles que poblaron estas estepas, y es un patriota de Karakalpakia. En su nombre, ha luchado por mantener vivo el mar que para él ha dejado de ser una «esperanza», para convertirse en una «lástima».
Orazbái ha fundado la Asociación Karakalpaka para el salvamento del Aral. Ya están registrados y tienen cuenta corriente en el banco. Él es el presidente, pero su lucha se instala en el escepticismo y en la nostalgia. Dentro de poco, cuando las autoridades, que continúan cerrando la ribera del Aral al viajero desprovisto de un pase especial, se decidan por fin a permitir la llegada de grupos de occidentales, éstos podrán elegir entre varios itinerarios por el desierto. Serán itinerarios que discurrirán en círculos concéntricos. Dibujarán las riberas del Aral de una década a otra.
Cada vez que va a Tashkent, la capital de Uzbekistán, Orazbái se lanza sobre el grifo y bebe ávidamente un agua corriente sin ninguna cualidad especial. A Orazbái, acostumbrado a la sal de Karakalpakia, el lavabo mugriento del hotel de Tashkent le parece una fuente, y el grifo, un manantial de agua cristalina.
Además de escritor, Orazbái es jefe de los Estudios Cinematográficos de Karakalpakia, un pomposo nombre para un edificio que, sin haberse terminado de construir, comienza a presentar señales de ruina. Las paredes están desconchadas y los sillones del salón de proyecciones, desfondados y descosidos. Tal cosa no tendría nada de particular en otra región de la URSS que pretendiera afirmar su autonomía cultural con poco presupuesto, pero los estudios de Orazbái están sumergidos en el clima de irrealidad que impregna a los habitantes de Karakalpakia. Los estudios afirman la voluntad de vivir, a pesar de todo.
Orazbái va a Tashkent bastante a menudo, y no sólo porque Karakalpakia sea, desde 1936, una república autónoma dependiente de Uzbekistán. Él va a revelar las películas que rueda en sus estudios. El agua salada de Karakalpakia las echaría a perder.
Orazbái es la personalidad contestataria de una sociedad dormida. Idea documentales que denuncian la degradación ecológica del Aral y filma para la posteridad a los capitanes del pasado que han sustituido el mar por un acuario de jardín. Filma el interior destartalado de la residencia de lujo que un día estuviera en la orilla del Aral. Había sido construida para los dirigentes comunistas de la vecina Uzbekistán y hoy se alza como un templo abandonado en medio de un desierto.
El Olimpo ya no existe. Desaparecieron sus dioses. Desapareció Sharaf Rashídov, el máximo dirigente de Uzbekistán, que era consuegro de Kalibek Kamálov, el máximo dirigente de Karakalpakia. Rashídov, que quiso ser recordado como un mecenas asiático, murió en un accidente automovilístico en 1983. Kamálov fue detenido en 1986, acusado de aceptar sobornos. Aquéllos eran los hombres que obsequiaban a Leonid Bréznev con las cosechas de algodón más generosas de todos los siglos en Asia Central. Eran los hombres en los que confiaba el poder soviético. Rashídov tenía de su lado al Ministerio de Aguas de la URSS y a varias instituciones que abrían canales sin cesar para cumplir los planes que premiaban a quien más tierra removiera.
Hoy, todas esas instituciones han cambiado su signo y se han puesto al servicio de la salvación del Aral. Orazbái las compara con una banda de delincuentes que trataran de reanimar a la víctima que acaban de matar. A estas alturas, ya nadie piensa que el Aral pueda volver a ser fuente de vida. Lo que se trata de evitar es que el Aral se seque del todo y deje al descubierto el polvo finísimo que lo condenará a la desertización. Hoy, ya no importa que el agua que desciende hasta el mar esté limpia o sucia, con tal de que cubra la arena fatal.
Karakalpakia, la tierra de capitanes sin barco, de barcos sin mar, vive una agonía dolorosa. ¿Qué hacer cuando el plato gastronómico típico es el esturión? ¿Qué hacer cuando las formas de vida tradicionales están ligadas a la pesca?
En una vitrina del museo regional de Nukús tienen las conservas de pescado de la fábrica de Muinak. Son unas cuantas latas que, de estar expuestas en los estantes de un supermercado, podrían ser compradas inocentemente por cualquier consumidor soviético. Es todo lo que queda de los peces que nadaban en el Aral.
Hoy, el pescado ha desaparecido, pero la fábrica de Muinak sigue funcionando, como un símbolo de que la planificación soviética se resiste a reconocer la realidad. La fábrica de Muinak es abastecida con pescado que viene de muy lejos, que es transportado en vagones refrigerados desde las costas del Pacífico. De esta forma, unas mil personas dan un sentido a su existencia y alimentan la ilusión de vivir en una ciudad de pescadores. Las estadísticas indican que la producción de conservas de pescado aumentó incluso en 1989.
Sobre las arenas recalentadas que el mar ha dejado libres en su retroceso inexorable, yacen los cascos de los buques pesqueros que antaño componían la flota del Aral. Se dedicaban a la pesca y al transporte. Orazbái hubiera querido que dejaran los cascos eternamente ahí, como si fueran ballenas arrastradas por la tempestad, pero su deseo no se cumple. El metal es escaso y las cooperativas aplican el soplete a las quillas y se llevan las planchas metálicas para su propio uso. Las cooperativas aprovechan el metal, le ponen un precio. Orazbái cree que la catástrofe no tiene precio.
Orazbái divide la vida del Aral en dos fases, antes y después de que se creara el Ministerio de Aguas de la URSS en 1966. El ministerio en cuestión justificaba su existencia con los enormes proyectos de regadío y canalizaciones que movilizaban a millones de personas. La lógica del sistema establecía una relación directa entre la envergadura de los proyectos y el éxito de la empresa. Cuanta más fuera el agua empleada, cuantos más fueran los pesticidas, tanto mejor era el proyecto. El ministerio tenía su plan y éste estaba vinculado con los planes de cultivo de algodón y arroz. Para aumentar las hectáreas de cultivo y estimular la fertilidad de la tierra, se construían embalses y más embalses. Todos los koljoses y sovjoses dedicados al algodón o al arroz querían tener su pequeño mar, su estanque. Todos robaban el agua que, de otro modo, hubiera bajado por el Amú Dariá hasta el Aral.
Cuando el agua del Aral comenzó a disminuir dramáticamente, las instituciones centrales tranquilizaron a los habitantes de la zona. ¿Para qué querían el Aral? ¿Qué importaba que desapareciera? El Estado soviético podía convertir su superficie en un campo de algodón. Lo que había que hacer era perfeccionar el regadío. Más de un alto funcionario se pronunció por la desaparición del mar que entorpecía los planes de cultivo de algodón y arroz.
Orazbái sabe hoy que la vida también puede transcurrir en el desierto. Si no, ¿de dónde salen esos ratones que transmiten la peste, esas criaturas que un instituto especial con sede en Nukús se encarga de exterminar para que no se atrincheren en la ciudad?
En su última película, Orazbái filmó los rostros carcomidos y deformados de los leprosos del lazareto de Grantao, vecino a Nukús. El cree que el millar de leprosos internados en este lazareto es como un símbolo de Karakalpakia. «Los leprosos», dice, «están marginados por la sociedad». Entre los pacientes de Grantao no falta uno de esos capitanes de barco que un día surcaron las aguas del Aral. Karakalpakia está llena de esos capitanes sin barco, especialmente en Muinak, el pueblo que un día fue de pescadores y hoy se encuentra a 85 kilómetros de la ribera del Aral. Orazbái dice que la ribera se encoge dos milímetros cada hora durante el verano y mide en centímetros la duración de sus conversaciones.
Orazbái nunca vio una tarjeta de crédito y cree que los suecos le pagan una cantidad astronómica cuando le ofrecen unos miles de rublos por actuar como asesor en una película sobre el Aral. Este es un buen tema para una película ecológica destinada a una sociedad desarrollada y filantrópica. Orazbái no sabe lo que puede comprarse con el dinero. No tiene puntos de referencia más allá de la realidad karakalpaka, donde se orienta como una parte de la naturaleza. Orazbái cree que el mundo es bueno, hospitalario y generoso como él lo es.
Conservación y sostenibilidad...
Todos vamos en el mismo barco...