Rafael Poch - Cuaderno Mongol - Entre rusos y chinos
La Vanguardia, 9 de cotubre de 2003
El 11 de mayo de 1956, un hombre de aspecto cansado descendía del tren en la estación de Moscú de Leningrado. Era Lev Gumiliov, hijo de Nikolai Gumiliov y Ana Ajmátova, dos de los más grandes poetas rusos del siglo XX. Venía de Karagandá, de los campos de la estepa de Kazajstán, de cumplir el que sería el último de sus tres periodos de reclusión.
Tenía 44 años y había pasado 13 privado de libertad, trabajando en las minas de níquel de Norilsk y otras capitales del Gulag estaliniano. Entre una condena y otra, en 1945 aun había tenido tiempo de alistarse voluntario y participar en el asalto soviético a Berlín.
En su equipaje llevaba una caja de madera llena de hojas de papel. Un papel rústico, de desigual color y formato, que procedía de los sacos de abastecimiento del campo de Karagandá. Recortado, puesto a secar y aplanado, ese papel era entregado a aquel "gran hombre" por sus compañeros de reclusión, para que pudiera escribir.
Las hojas de la caja de madera eran el manuscrito de "Los Hunos" y "Los antiguos turcos", dos de las obras que Gumiliov escribió en cautiverio dedicadas a los pueblos de la estepa.
GUMILIOV
Lev Gumiliov (1912-1992) fue el historiador de los pueblos "sin historia" de Eurasia, de los mongoles y de la Horda de Oro, el cronista de los nómadas sin apenas tradición literaria, o que no dejaron documentos sobre su paso por la historia. Pueblos sometidos a una dinámica "etnogénesis" (el concepto es de Gumiliov); el proceso de surgimiento, afirmación, eclosión, de un grupo humano y su posterior mestizaje, fusión o disolución en otro grupo, dotado de una mayor "vitalidad pasional" o "pasionarnost" (otro concepto de Gumiliov).
Kitan, karakitan, karlukos, basmalos, ongutos, jurchen, alanos, kipchak, polovtsi, tártaros, naimanes, jázaros, kirguizes..., todos pudieron ser ignorados por la historiografía de los pueblos sedentarios, pero ignorar a los mongoles era algo más complicado. En los siglos XIII y XIV habían conquistado el mayor dominio terrestre de la historia, batiendo simultáneamente a chinos, musulmanes y europeos, creando una nueva dinastía en China (Yuan), en Persia (el Iljanato), y estableciendo en la actual Rusia el imperio de la Horda de Oro. En el siglo XIII el Papa Inocencio IV les había enviado al franciscano Giovanni del Carpine, que fue recibido en Jarjorín, en la actual Mongolia, por el Gran Jan Güyük y regresó a Roma con una carta en la que éste instaba al Papa a personarse sin dilación en la corte mongola para "rendirle honores y presentarle el sometimiento de Europa".
De eso hace casi ocho siglos, pero el último vestigio del enorme imperio euroasiático de Chingiz Jan (Gengis Jan), no es tan remoto; el janato de los tártaros de Crimea no fue disuelto hasta 1783 por la emperatriz Catalina la Grande, que lo anexionó a Rusia.
Como no se les podía ignorar se les denigró. No fue difícil puesto que, salvo la "Historia secreta de los mongoles", una obra mongola centrada en Chingiz Jan y que alcanza hasta 1241, sus principales historias las escribieron sus enemigos o subyugados; en China el "Yuan Shi", la correspondiente crónica dinástica, y en Persia, la obra de Rashid od-Din, un primer ministro del Iljanato.
En Europa, la aparición de los mongoles dio lugar a verdaderos mitos historiográficos nacionales, como el de Rusia con el "yugo mongol", y el de la "lucha eterna entre el bosque y la estepa", creado por el gran historiador ruso Sergei Soloviov y aceptado sin crítica por sus sucesores; Vasili Kliuchevski, Pavel Miliukov y otros. Según esa historia, el retraso de Rusia fue resultado de su sometimiento al "yugo", a la necesidad de concentrar fuerzas en una labor de contención de la barbarie mediante la cual Rusia preservó del desastre a los ingratos europeos occidentales.
Según Gumiliov, mil años de intercambio y mestizaje -cuya última expresión política no fue otra que la Unión Soviética, el gran superestado euroasiático del siglo XX- se pierden de vista en esos mitos.
De parte china, los pueblos de la estepa fueron siempre vistos como "periferia bárbara". La actitud de los chinos era la siguiente, explica Gumiliov: "creían que su misión histórica era civilizatoria; aceptar en su superetnos a aquellos que estaban de acuerdo en convertirse en chinos. En caso de resistencia, la vecindad se tornaba en algo negativo. Los turcos y los mongoles tuvieron que elegir entre perder la vida o el alma".
(* En "Drevnaya Rus i Velikaya Step", Moscú, 1989).
En Europa, el término "tártaro" sugería que los mongoles venían del "tartarus" o sea del infierno. Las etnias y pueblos de Eurasia eran vistas como "una bárbara masa gris hostil a toda cultura y a la civilización europea", visión que frecuentemente se hacía extensiva a Rusia y los rusos.
"Nunca creí encontrar tales rasgos de inteligencia en una fisonomía tan mongola", escribía en 1839 Frederich Hagern tras su viaje a Rusia. Los rusos son una "tribu semibárbara", porque "no hace mucho más de cien años eran verdaderos tártaros", explicaba en 1843 el marqués Astolfo de Custine, cuya crónica ("Letters from Russia") todavía se considera hoy libro de cabecera para el diplomático y periodista occidental destinado en Moscú.
Para su liberación, Rusia debe "desprenderse de todo lo que en ella hay de mongolo-oriental", afirmaba en 1918 el filósofo Nikolai Berdiayev (en "Sudba Rossii"). Y rastros de todos estos mitos y prejuicios eurocentristas pueden encontrarse hasta en el mismo Karl Marx, cuando reduce el "yugo tártaro" a "un régimen de sistemático terror"...
Lev Gumiliov rechazó esta senda, expuesta como mera "leyenda negra" (en "Chornaya Legenda", Moscú, 1994), y propuso con su obra una nueva y original vía de enfoque para el estudio de los pueblos de la estepa, con una interpretación inteligente de las fuentes, acuñando nuevos conceptos y sirviéndose de ingeniosas excursiones al dominio de la geografía y la etnografía. Al hacerlo, ofendió al estado mayor de la ortodoxia académica soviética, que le hizo la vida imposible. Mientras sus lecciones llenaban los aforos universitarios y cautivaban, los burócratas apenas le dejaron publicar sus obras y todas las facciones occidentalistas y eslavófilas de la estupidez académica soviética de los setenta se unieron en el ataque a su trabajo. Pero al final Gumiliov ha prevalecido. En la actual Mongolia, y no solo allí, se le reconoce y aprecia en lo que vale. El tesón y el genio de su obra es lo que ha quedado para el futuro y con él empieza este cuaderno, porque sin Gumiliov no se entiende el pasado mongol, y sin pasado no hay presente. Y sin esta advertencia introductoria, tampoco se comprende por qué se desconoce hoy en Europa que la Segunda Guerra Mundial comenzó en 1939 en la estepa mongola.
LA GRAN BATALLA
Un enorme obelisco de 60 metros de altura rompe el horizonte de la estepa en los confines del oriente mongol. En las infinitas soledades de la provincia de Dornod, junto a la frontera china, donde la población de gacelas salvajes supera a la de hombres en una proporción de diez a uno, el obelisco conmemora la batalla de Jaljyn Gol, la más importante de la historia militar de Mongolia del siglo XX.
"La Segunda guerra mundial comenzó aquí", dice el Coronel retirado Zhavzangiin Yadmaa. No es así en los libros de la historia eurocentrista, para los que ni la invasión japonesa de China, a partir de 1931, ni el ataque italiano contra Abisinia figuran en la cuenta. Tampoco Jaljyn Gol.
Oficialmente la Segunda Guerra Mundial comenzó la madrugada del 1 de septiembre de 1939 con los disparos del acorazado alemán "Schleswig Holstein" sobre la Westerplatte, en Gdansk, pero para entonces decenas de miles de soldados soviéticos, mongoles y japoneses ya habían caído en tierra mongola.
El intento frustrado japonés de invadir Mongolia y poner pie en Siberia desde el Manchukuo, su estado títere en la China continental, no solo fue anterior en tres meses al inicio de la guerra en Polonia, sino que está claramente conectado a las grandes jugadas, militares y estratégicas, de la Segunda Guerra Mundial.
"Stalin consideraba a Mongolia como una zona vital para su sistema defensivo y comunicaciones contra Japón en Siberia y Extremo Oriente. Él y otros dirigentes soviéticos estaban determinados a dar una lección a los militares japoneses si estos atacaban de forma provocativa a Mongolia. En su opinión, sólo tal respuesta podía garantizar la seguridad de Siberia y del Extremo Oriente soviético y permitir a la URSS concentrar sus esfuerzos de guerra en el frente europeo", dice el historiador mongol Tsedendambyn Batbayar.
Ese ataque comenzó el 11 de mayo de 1939 con la invasión de Mongolia por el ejército japonés del Kwantung, que no fue condenada ni fue noticia para las potencias occidentales. Le siguió una contraofensiva soviético-mongola iniciada el 20 de agosto y concluida en septiembre, con una completa derrota japonesa. Con el pacto de no agresión soviético-nipón que siguió a la derrota, la prioridad japonesa de concentrarse en la conquista militar de las ex colonias británicas, francesas y holandesas en el sur y sureste asiático, cobró fuerza.
Jaljyn Gol fue, además, una batalla "moderna", típica de la segunda guerra mundial, en la que por primera vez ambos bandos emplearon tanques, aviones, artillería e infantería de forma integrada.
De parte soviética intervinieron 500 aviones y 500 tanques T-34, los carros que luego llegarían a Berlín y que fueron estrenados aquí. Los japoneses perdieron 660 aviones y más de 60.000 hombres entre muertos, heridos o prisioneros. Los soviéticos y mongoles perdieron 207 aviones y 18.500 hombres. La cifra total de muertos entre los dos bandos es de 30.000. Sus generales fueron personalidades de primer orden; de parte soviética el Mariscal Zhukov, entonces un general de talento; de parte mongola, Choybalsan, el Stalin local. Así que ni su gran escala, ni la novedad militar, ni la personalidad de los protagonistas, ni cualquier otra de sus circunstancias, salvo la geografía y la discriminación, explican el "olvido" europeo de esta batalla.
La mitología de la Segunda Guerra Mundial conoce la carga de la caballería ligera polaca contra los tanques de Hitler, pese a que pertenece al dominio de la ficción, pero en Jaljyn Gol, la caballería mongola hizo realidad esa escena que en Polonia simplemente no existió.
Decenas de miles de mongoles a caballo lucharon aquí y tuvieron un papel crucial para atacar los flancos del ejército japonés, desorganizar sus fuerzas y rodearlo, me explica el también coronel retirado Gendengiin Dorzh, de 88 años de edad.
"Atacábamos al galope con el sable en alto, el fusil con bayoneta calada a la espalda y la máscara antigás puesta, pues al principio temíamos que los japoneses utilizaran gases", recuerda Dorzh, comandante de la quinta división de caballería mongola que contaba con 6.000 jinetes. Nada hay más caro para un mongol que su caballo y Dorzh dice que "cada jinete mongol tenía dos corazones, uno era el suyo y el otro el del caballo". "En la batalla se intentaba proteger al caballo, pero, naturalmente, en los ataques los animales no tenían ninguna protección".
"La caballería nunca se utilizó en ataques frontales", recuerda el anciano, que con 24 años y recién salido de la academia fue puesto al frente de una de las cinco divisiones que participaron en la batalla. Según su testimonio, en el ejército japonés combatían también restos del ejército ruso blanco que había luchado en la guerra civil rusa en Siberia y Extremo Oriente contra los bolcheviques durante la guerra civil rusa, así como una caballería compuesta por mongoles de la etnia Barga.
"Nuestro enemigo era poderoso, estaba bien armado y venía curtido por la conquista de Corea y China, pero nosotros, los mongoles, defendíamos nuestra tierra y los soviéticos su frontera", recuerda Dorzh en cuya división murieron 400 hombres. Los japoneses, explica, llevaban una mosquitera que les cubría toda la cara, pero los soviéticos carecían de esa protección; "bromeaban diciendo que los samuráis no eran problema, que lo verdaderamente duro eran los mosquitos". El recuerdo más vivo de este veterano es la imagen de los miles de prisioneros japoneses tras la derrota; "era duro verlos en aquel estado", dice.
En 1927 el primer ministro japonés Giichi Tanaka, uno de los arquitectos de la agresión japonesa contra China, había anunciado que el Extremo Oriente ruso y Mongolia debían ser conquistados por Japón. En 1935, tras el pacto anti-Komintern, las relaciones soviético-japonesas se deterioraron bruscamente y en julio de 1937 Stalin desplegó un ejército de 30.000 hombres en Mongolia, donde se dio inicio a una purga en la que se detuvo o fusiló a varias decenas de miles de militares, funcionarios del gobierno y del partido mongol.
Con la guerrera llena de condecoraciones, la mitad derecha órdenes de guerra soviéticas, la izquierda mongolas, los veteranos mongoles consideran algo natural la subordinación que sus tropas tenían respecto al mando soviético.
"En aquellos tiempos Mongolia era muy joven y necesitábamos expertos, por eso nuestros oficiales tenían a su lado a consejeros soviéticos, pero esa subordinación era necesaria para nuestra cooperación", dice el Coronel Yadmaa.
Para Mongolia, explica el historiador Batbayar, "el interés nacional por defender su territorio y soberanía, coincidía ampliamente con el interés geoestratégico de la URSS por preservar sus fronteras en Siberia y el Extremo Oriente".
Con todos los problemas que el estalinismo y los tiempos determinaban, esa comunidad de intereses con la URSS continuó muchos años e hizo posible la existencia de un estado mongol independiente y soberano. Desde los años veinte del pasado siglo, la Rusia soviética fue para Mongolia a la vez la madre que hizo posible el nacimiento del estado moderno y el patrón brutal que la maltrató innecesariamente. Esa circunstancia "nacional" explica que la relación con Rusia haya sobrevivido al comunismo.